En el país de las adaptaciones cinematográficas

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Todos los años, al llegar el otoño a Japón, se celebra el Festival Internacional de Cine de Tokio (TIFF, por sus siglas en inglés), donde se dan cita muchos de los responsables de que el cine japonés goce de tanto prestigio entre los entendidos. Además, como en todo evento de esas características que se precie, acuden un buen número de cineastas y profesionales del medio de otros países. Se trata del festival de cine más importante de Japón (es el único acreditado por la FIAPF, la Federación Internacional de Asociaciones de Productores de Cine), y uno de los más importantes de Asia. Cuenta con sección de competición, y desde que se otorgara su premio mayor -el Tokyo Sakura Grand Prix- por primera vez, en 1985, a Taifu kurabu, ha demostrado estar gobernado con buen gusto, cuanto menos.

En el TIFF han recibido el Sakura directores tan dispares e interesantes como Tian Zhuangzhuang, por Lan feng zheng (La cometa azul, 1993), Alejandro Amenábar, por Abre los ojos (1997), o Alejandro González Iñárritu, por Amores perros (2000). Aunque los premios suelen ir para películas que acaban por hacerse bastante conocidas, lo más interesante de un festival a menudo es lo que ocurre entre bastidores: las cintas que no llegan al gran circuito comercial pero poseen un interés indudable, los directores, productores, guionistas y actores que acuden a presentar sus obras, las conversaciones en los locales cercanos, en las que se discute con pasión sobre lo que uno ha creído ver o entender en una película.

Estrellas de cine internacionales se codean con actores y actrices de Japón en la famosa “alfombra verde”, en la vigésima sexta edición del Festival Internacional de Cine de Tokio (2013).

Podríamos decir que, proporcionalmente, los japoneses no van tanto al cine como se acostumbra en otros países: por un lado el japonés de a pie está demasiado ocupado y sale de la oficina demasiado tarde, y por otro lado el cine es, francamente, bastante caro. De modo que sería de esperar que, cuando lo hacen, tuvieran un espíritu muy crítico, para no sentir que les han estafado dos horas de su tiempo y dos mil yenes de su cartera. Sin embargo resulta curioso comprobar que, en cierto sentido, el público japonés se asemeja bastante al de la mayoría de los otros países desarrollados: consumen lo fácil y no se quejan demasiado. Claro que la cuestión estriba en darse cuenta de que "lo fácil" no significa lo mismo en Japón que en Estados Unidos, por ejemplo.

El público japonés demanda historias cotidianas

La industria japonesa se precia de diferenciarse de la estadounidense en la calidad y el calado de sus obras, pero en el fondo siguen la misma estrategia: encontrar un tipo de película que guste a las masas, y usar el molde ad infinítum. Ese molde se compone, en un noventa por ciento, de adaptaciones. Los americanos basan sus beneficios en taquilla en el remake y la repetición hasta la saciedad de una fórmula fija, de reglas concretas: la comedia romántica, la película de superhéroes, la cinta trillada de terror y sangre. Los japoneses, por el contrario, buscan historias que puedan relacionar con su día a día, con su vida y sus costumbres, e incluso cuando se trata de guiones fantásticos y de ciencia-ficción uno puede ver cómo “lo japonés” impregna la esencia misma del mundo y sus personajes. ¿Y qué mejor manera de llevar esa cercanía a la pantalla que adaptando obras que el público ya ha consumido en otro formato, obras que ya le gustan?

Incluso grandes éxitos de crítica como Okuribito (Despedidas, 2008) son adaptaciones, y los japoneses se han acostumbrado de tal modo a esta forma de hacer las cosas que cuando un libro se convierte en un éxito de ventas, ya empiezan a preguntarse cuándo pasará a la televisión o a la gran pantalla.

¿Y el remake? Existe, por supuesto. Y aunque sea menos frecuente que en Estados Unidos, es mucho más atrevido. Basta con recordar a Yamada Yōji, famoso entre otras cosas por haber dirigido casi todas las películas de la serie Otoko wa tsurai yo (Es duro ser un hombre, también conocida como Tora san), casi cincuenta cintas; Yamada hizo un remake ni más ni menos que de Tokyo monogatari (Cuentos de Tokio), la obra maestra de Ozu Yasujiro. El resultado es una película interesante y bien hecha, pero este servidor duda que los críticos de otras partes del mundo hubieran perdonado a Spielberg un remake de Ciudadano Kane, por ejemplo.

Esperanza en plena crisis de la industria cinematográfica

Pese al declive que viene sufriendo la industria estos últimos años, en Japón se sigue haciendo cine interesante. En toda Asia en general se producen algunas de las cintas más vanguardistas y loables de todo el panorama mundial, y si en ocasiones los críticos no saben a qué carta quedarse en muchos casos suele ser por las diferencias culturales que los separan de los creadores, y no por la falta de validez artística de las películas.

Tomemos como ejemplo la buena mano de Okita Shuichi, que en 2009 hizo reír a la audiencia con la historia (basada en una novela -por supuesto- de Nishimura Jun) de un cocinero en el Polo Sur, Nankyoku ryōrinin, y en 2011 volvió a la carga con las aventuras de un equipo de cine que se traslada a una zona rural perdida entre las montañas de Kansai para rodar una película de zombis (Kitsutsuki to ame, El leñador y la lluvia). Y aunque esta última también sea una adaptación, al menos la novela la firmó el propio director.

En resumen, en el TIFF se puede disfrutar, sin duda, de un montón de cintas interesantes, tanto japonesas como extranjeras, muchas de las cuales quizá no hayan nacido de un guión original, pero que sin duda alimentarán nuestra imaginación durante las noches del fin de semana. 

(Artículo escrito originalmente en español el 17 de octubre de 2013)

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