La era de la “seguridad cultural”

Política Cultura

Pese a su diversa naturaleza, los atentados de París de enero y noviembre de 2015 y los enfrentamientos sobre temas históricos sostenidos en la Unesco entre Japón, China y Corea del Sur coinciden en ser problemas con un importante componente cultural. El autor llama la atención sobre los efectos que puede tener un ejercicio descontrolado de las reivindicaciones culturales en el ámbito internacional.

Unos ideales que nunca deberían olvidarse

La UNESCO se fundó finalizada la Segunda Guerra Mundial con el propósito de poner fin de una vez al flagelo de la guerra. En su Constitución, donde se define su espíritu fundacional, aparecen estas palabras:“(…) Que, puesto que las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz”.“Que una paz fundada exclusivamente en acuerdos políticos y económicos entre Gobiernos no podría obtener el apoyo unánime, sincero y perdurable de los pueblos, y que, por consiguiente, esa paz debe basarse en la solidaridad intelectual y moral de la humanidad”.“(…) crean por la presente la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, con el fin de alcanzar gradualmente, mediante la cooperación de las naciones del mundo en las esferas de la educación, de la ciencia y de la cultura, los objetivos de paz internacional y de bienestar general de la humanidad, para el logro de los cuales se han establecido las Naciones Unidas, como proclama su Carta”.

Hallamos aquí la idea de que es a través del intercambio cultural y del mutuo entendimiento como se construye la verdadera paz. Y de hecho vemos que, como señalaba el historiador francés Maurice Vaïsse, experto en cuestiones de política exterior, el intercambio cultural desempeña una función defensiva en las relaciones internacionales y cuando estas se encuentran en un punto álgido, pone freno a su deterioro.

Por ejemplo, el estrechamiento de los lazos entre Francia y Alemania gracias a los intercambios entre jóvenes que comenzaron a realizarse durante los años sesenta del siglo pasado contribuyó a armonizar los sentimientos de ambos países a nivel de las bases, de manera que los desacuerdos y roces que surgieron posteriormente a nivel político nunca llegaron a ser graves.

Algo similar ocurrió en el ámbito de las relaciones chino-japonesas con los intercambios promovidos por la Escuela de Ōhira, creada en los años ochenta. La escuela sentó las bases para fortalecer las relaciones bilaterales y hay otros muchos ejemplos que rindieron frutos.

Por el contrario, si consideramos la reacción de repulsa que causan los valores occidentales, un problema que se esconde tras los atentados de enero y noviembre de 2015 en París, o el enconamiento del antagonismo entre Corea del Sur, China y Japón en torno a las últimas inscripciones en los registros de la Unesco, vemos en estos casos algunos puntos en común, como la utilización política de la cultura o el surgimiento de actitudes cada vez más violentas en estos roces. ¿No son casos en que la cultura acaba conduciendo hacia enfrentamientos, incluso hacia la guerra, en abierta oposición a los ideales de la Unesco?

Antagonismos en Asia Oriental en torno a los registros de la Unesco

A propuesta del Gobierno japonés, la Unesco decidió en julio de 2015 incluir en el Patrimonio Cultural de la Humanidad los Sitios de la Revolución Industrial de la Era Meiji en Japón. El Gobierno de Corea del Sur reaccionó en contra de la propuesta, alegando que tales sitios no merecían constar en el registro al concurrir el hecho de que trabajadores procedentes de la península coreana fueron reclutados y forzados a trabajar en ellos. Fue un tira y afloja entre un país, Corea del Sur, siempre a vueltas con el tema de las diversas visiones de la historia e interesado en arrancar el reconocimiento de Japón sobre los “trabajos forzados” a que fueron sometidos los coreanos, y otro, Japón, que solo desea completar el trámite de inscripción evitando cualquier cuestionamiento.

Como expuso al periódico Asahi Shimbun el 6 de julio de 2015 el japonés Matsuura Kōichirō, ex director general de la Unesco, aunque de suyo los elementos políticos deberían eliminarse para centrar los esfuerzos en los aspectos culturales, desgraciadamente son problemas difíciles de evitar en la práctica, unas declaraciones que nos dan una idea de la forma en que lo político se mezcla con los elementos culturales, produciendo enfrentamientos.

Y en octubre de ese mismo año, a petición de China, se decidió inscribir el incidente de Nankín de 1937 en el Registro de la Memoria del Mundo bajo el título de Documentos de la Masacre de Nankín, una decisión que Japón trataba de impedir, temiendo que supusiera un espaldarazo de la Unesco a sus planes chinos de difundir internacionalmente la legitimidad de sus posturas sobre las cuestiones históricas relativas a la guerra que enfrentó a ambos países. Aunque, en principio, deberían ser los historiadores quienes, desde criterios puramente académicos, dilucidasen el verdadero valor o significación de estos documentos, en este caso vemos cómo unos datos históricos, que en sí son elementos culturales, han acabado funcionando como un nuevo motivo de discordia política.

Atentados de París y valores occidentales

El ámbito de lo cultural es muy amplio y si lo abordamos prestando atención a facetas como los sistemas de valores, el pensamiento o las creencias, también los atentados terroristas ocurridos en París en enero y noviembre de 2015 se pueden abordar considerando el papel que juega en ellos la cultura.

Tenemos en primer lugar el atentado de enero contra la redacción del semanario Charlie Hebdo, una publicación que, mediante corrosivas caricaturas, atacaba duramente al islam (incluso desde Europa era criticada por difamar a una determinada religión). La repulsa que esto causaba en el mundo islámico cristalizó en forma de un hecho violento por parte de un grupo de extremistas. Desde una óptica más amplia, puede decirse que lo que ocurrió fue una colisión entre la libertad –de expresión, de prensa– como valor fundamental de Occidente, y la lógica derivada de una interpretación rigurosa de la doctrina islámica, según la cual la idolatría es inaceptable.

En Francia, el uso en lugares públicos del burka, una vestidura propia de ciertos países islámicos que oculta la cabeza y el cuerpo por completo, fue prohibido por ley en 2011. En este punto se ve también un profundo desacuerdo entre la lógica occidental, que partiendo de la importancia que concede al valor de la igualdad entre los sexos entiende la imposición del burka como una privación de los derechos de las mujeres, y la postura según la cual el uso de dicha vestimenta es una costumbre cultural perfectamente natural basada en la doctrina islámica.

Cabe entender que desacuerdos como este en el terreno de los valores crean roces que a veces se manifiestan en forma de actos violentos.

A diferencia del ataque de enero, los atentados terroristas simultáneos de noviembre se dirigieron indiscriminadamente contra la ciudadanía. Pero van por la misma senda que el primero en cuanto que ambos fueron ataques perpetrados contra quienes hacen sus vidas en la sociedad francesa, encarnación de los valores occidentales, por grupos criminales que propugnan el uso de la violencia, articulados en torno al integrismo islámico. No puede ignorarse, en todo caso, el hecho de que los atentados de noviembre se produjeron dos meses después de que Francia comenzase a bombardear desde el aire Siria, y el autodenominado Estado Islámico buscaba un contraataque.

Sin embargo, ni el atentado de enero ni los de noviembre fueron perpetrados por personas nacidas en regiones donde el islam es dominante. Sus responsables nacieron en Francia, Bélgica y otros países europeos en que imperan los valores occidentales, y fue allí donde se imbuyeron de un pensamiento radical y terminaron perpetrando actos terroristas. Aunque lo mismo ocurrió ya en el caso de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, fueron personas de la tierra quienes actuaron, lo cual nos descubre una nueva faceta del problema. Aquí se repite un esquema en el que jóvenes perdedores, que se sienten marginados y sin salida en una sociedad adornada aparentemente con la abundancia, terminan fagocitados por el extremismo, ante la inoperancia de los mecanismos de previsión social que podían haberles servido de ayuda en esas sociedades en las que, con el avance de la globalización, la competencia muestra su cara más despiadada. Los valores, elementos culturales, son utilizados como instrumentos para conducir a estos jóvenes hacia la comisión de actos violentos.

Luces y sombras de la diplomacia cultural

Hoy en día los principales países, sin excepción, se esfuerzan por desarrollar sus propias diplomacias públicas o culturales. Son métodos que permiten dirigirse directamente a la ciudadanía de otros estados para dar a conocer los atractivos del país, de forma que sean los propios ciudadanos de esos estados, y no su Gobierno o funcionarios, quienes se conviertan en aliados. En Francia, por ejemplo, desempeña ese papel el Institut Français, foco emisor de la cultura francesa a través de sus centros en todo el mundo. Esta entidad no limita su actividad a la difusión del idioma y del arte francés, también hace llegar al mundo el atractivo de Francia incluyendo su pensamiento y logros académicos, así como su tecnología. Japón, aunque a una escala menor que la de Francia en cuanto a presupuestos y personal, dispone a esos efectos de la Fundación Japón, una agencia administrativa independiente bajo la autoridad del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Sin embargo, esta diplomacia cultural puede convertirse en una espada de doble filo. Proyectar activamente la cultura propia al exterior e ir afianzando un soft power basado en la difusión de esos atractivos es un método diplomático muy eficaz. Pero si, de forma demasiado evidente, se hace sentir esa estrategia de difusión como una búsqueda de mayores cuotas de poder político frente a otros países, puede ocurrir que lo único que se consiga sea ganarse nuevas antipatías y echar a perder ese soft power.

Esto se ve a menudo, cuando son los antiguos países colonialistas los que obran de este modo con los antiguos países colonizados y, sobre ese trasfondo de relación dominador-dominado, la emisión cultural se realiza siguiendo un estilo de imposición.

La difusión de la cultura francesa u occidental, en general, no solo consigue ofrecer un aspecto atractivo a los ciudadanos de esos otros estados o regiones del mundo, sino que también da frutos en la construcción a nivel global de estándares culturales como los derechos humanos o la democracia.

Sin embargo, cuando la emisión de estos valores se hace demasiado fuerte, es decir, cuando, sobre el trasfondo de esa relación histórica, cobra un cariz de imposición (o cuando al menos así lo percibe el receptor) se da lugar a una reacción de rechazo. Cuando esa imposición cobra grandes proporciones y va acompañada del uso de la fuerza militar, es de entender que el rechazo sea más violento y que a veces pueda acarrear actos terroristas. Y Japón no debería pensar que esto no le afecta.

La perspectiva de la “seguridad cultural”

La tradición, las costumbres, las normas y los otros elementos culturales que echan raíces en la sociedad (el antropólogo norteamericano Clyde Kluckhohn las llamó designs for living) son cosas dignas de protección, en cuya construcción los humanos invertimos mucho tiempo. Pero también deberíamos pensar que, si la cultura se utiliza como instrumento para atacar a países o sociedades que siguen normas opuestas a las nuestras, sería necesario que los países o sociedades que mantienen esas actitudes ejerzan un correcto control sobre ellas. La situación es un tanto paradójica, pues al mismo tiempo que protegemos la cultura, tenemos que proteger a las personas de esa misma cultura. Eso es precisamente lo que está ocurriendo. Se nos plantea el problema de que la cultura desempeña hoy un importante papel dentro del mantenimiento de la seguridad y que necesitamos ideas y acciones desde ese punto de vista de la “seguridad cultural”.

Los ideales de la Unesco a los que me refería al principio son elevados y su significado, lejos de difuminarse, va agrandándose con el tiempo. Esto es así porque la cultura, aun con su carga de peligrosidad, ahora más que nunca tiene una gran importancia como elemento central en el establecimiento y mantenimiento de la paz. Ante la inscripción de la Masacre de Nankín en el registro de la Memoria del Mundo, Japón ha mostrado su rechazo e incluso hizo pensar que podría abandonar la Unesco, pero es fundamental que, precisamente en situaciones como esta, apoye más activamente que nunca los programas de la Unesco y siga contribuyendo internacionalmente desde la citada perspectiva de la “seguridad cultural”.

Fotografía del titular: atentados simultáneos en París del 13 de noviembre de 2015. (Fotografía cortesía de AP/Aflo)

China Patrimonio de la Humanidad Islam UNESCO corea del sur París terrorismo Charlie Hebdo