Japón se aferra al apellido único

Sociedad

El 16 de diciembre de 2015 el Tribunal Supremo dictó sentencia sobre un caso muy mediático en torno al derecho de conservar los apellidos originales de ambos cónyuges al contraer matrimonio. La demanda planteaba la inconstitucionalidad del artículo 750 del Código Civil, que obliga a uno de los cónyuges a adoptar el apellido del otro. Según los demandantes, el artículo representa una violación de los derechos humanos y de la igualdad de género que garantiza la Constitución, ya que en un 96 % de los matrimonios es la mujer la que se cambia el apellido.

El Tribunal Supremo ratificó la constitucionalidad del polémico artículo. No es que la sentencia implicase que conservar los apellidos al casarse suponga una violación de la Constitución —al contrario, el texto indicaba la necesidad de debatir una posible reforma legal en la Dieta—, pero tanto los medios de comunicación como internet se hicieron eco de lo decepcionante del resultado. Hay que admitir que el desenlace del caso resultó especialmente lamentable teniendo en cuenta los precedentes. Hace ya dos décadas, en 1996, el Consejo Legislador del Ministerio de Justicia —organismo asesor del ministro de Justicia— sugirió introducir el derecho de conservar ambos apellidos en el matrimonio. El Comité para la Eliminación de la Discriminación contra las Mujeres de la ONU recomendó una enmienda legal en la misma dirección en dos ocasiones, 2003 y 2009. Y las encuestas de opinión de los últimos años indican que, excepto los ancianos, la mayoría de los japoneses apoyan el reconocimiento del derecho de conservar el apellido original al casarse.

Las juezas en minoría

Cinco de los quince miembros del Tribunal Supremo declararon inconstitucional el artículo 750 del Código Civil, pero lo más destacable —aunque también previsible— fue que las tres únicas juezas del Tribunal fallaron en ese mismo sentido. De esto se desprende que los diez miembros que sentenciaron la constitucionalidad del artículo eran todos hombres. La sentencia dictaminó que “al poder seguir utilizando el apellido de soltero en cada vez más situaciones, las desventajas del cambio quedan paliadas”. Tal afirmación se sustenta en la idea de que tener que cambiarse el apellido no provoca molestias destacables porque se puede seguir usando el apellido original en el día a día. Esta idea representa la postura de los hombres que formaban parte del Tribunal.

Después de que el Tribunal emitiera la sentencia, se entrevistó en calidad de representante del sector financiero a Sakakibara Sadayuki, presidente de la Federación de Organizaciones Económicas y de la empresa Toray Industries, que declaró que su hija y su secretaria no parecían sufrir ningún inconveniente por haberse cambiado el apellido ya que seguían utilizando el de solteras. Al escuchar las palabras del señor Sakakibara no pude evitar imaginar las reprimendas que recibiría más tarde por parte de la hija y la secretaria: “Papá, ¿qué sabrás tú de las molestias que causa tener que andar cambiando el nombre de toda la documentación, desde el pasaporte hasta las cuentas bancarias y las tarjetas de crédito?”, le espetaría la hija; “¡No sabe usted de lo que habla, señor presidente!”, le reprocharía la secretaria. (Aunque, en realidad, dudo que ninguna de las dos se dirigiera con tal tono a su respetado padre o superior).

De buen seguro la postura que adoptaron los jueces varones (“que sigan usando el apellido de solteras y todo solucionado”) irritó a las tres juezas del Tribunal, tanto más cuanto que una de ellas, que en sus tiempos de abogada trabajaba con el apellido de soltera, se había visto obligada a usar su apellido oficial cuando se convirtió en jueza del Tribunal Supremo. Para una profesional de tan alto nivel, que se había hecho un nombre en el sector labrándose una dilatada carrera de logros y tejiendo una fornida red de contactos, tener que cambiar de nombre de repente tuvo que causarle un disgusto y una molestia inimaginables.

Bajo las alas del paternalismo

Así pues, se va perpetuando una dinámica en la que los que nunca han tenido que sufrir la injusticia y las desventajas del sistema cortan las alas a los que pretenden reformarlo con argumentos que cierran la puerta al diálogo. Los que jamás se han visto obligados a cambiarse el apellido y no pueden ni figurarse los problemas que provoca a los afectados (incluidas esas esposas e hijas que aceptan pasivamente la injusticia) son los que se oponen al derecho de conservar el apellido original. Dan ganas de decirles que se guarden la actitud paternalista para ellos y que no se entremetan en los asuntos ajenos.

El día de la sentencia sobre el cambio de apellido el Tribunal Superior también dictó sentencia sobre la constitucionalidad del artículo 733 del Código Civil, que prohíbe exclusivamente a las mujeres volverse a casar durante cierto tiempo después de divorciarse, y que da lugar a situaciones harto problemáticas. Por ejemplo, una mujer que quiera divorciarse de un marido que la maltrata tendrá que pasar por meses de trámites de divorcio tras separarse y luego esperar otros tantos meses para poder volver a casarse. Como además el artículo 772 presupone que los hijos nacidos durante ese período de espera son del exmarido y obliga a añadirlos a su registro familiar, hay madres que deciden no registrar a los hijos nacidos durante ese impasse y los niños quedan sin registrar durante meses. Seguramente a las familias que no sufren estos problemas les costará concebir las dificultades y el sufrimiento que provocan.

El Tribunal Supremo consideró el artículo 733 inconstitucional por no existir ninguna base lógica para que la prohibición de volver a casarse durase seis meses, y en marzo de 2016 se aprobó un borrador de enmienda al artículo para reconocer el derecho de las mujeres de volverse a casar inmediatamente después de divorciarse, siempre que no estén embarazadas al aprobarse el divorcio.

Con todo, sigue pareciendo ilógico que el Estado decida cuándo y cómo pueden volver a casarse las mujeres. El objetivo de la ley es determinar la paternidad, pero si un hombre quiere casarse con una mujer embarazada de otro hombre y ella está de acuerdo, eso es cosa suya. Igualmente la cuestión de que la mujer esté o no embarazada no es asunto de nadie más. Se trata de un ejemplo más de intervencionismo innecesario que nace de una lógica paternalista.

Miedo a dejar de ser “todos iguales”

A pesar de que un par de ayuntamientos han aprobado ordenanzas para otorgar certificados de reconocimiento a las parejas homosexuales, en Japón —a diferencia de un buen número de países desarrollados— no se reconoce el matrimonio entre personas del mismo sexo. Excluidas del sistema matrimonial, por más años que lleven juntas las parejas del mismo sexo no disfrutan de los derechos conyugales de las parejas casadas, como son la capacidad de decisión en cuestiones médicas o las herencias. Aun así, al final los que disfrutan de las garantías legales del matrimonio y nada saben de los trabajos de los que no gozan de tal derecho son los que deciden que “lo natural es que el matrimonio se establezca entre un hombre y una mujer”.

No pretendo obligar a todas las parejas casadas a conservar sus apellidos originales. Tampoco quiero negar la importancia de determinar la paternidad de los hijos, ni mucho menos desprestigiar el matrimonio heterosexual. Lo que digo es que no podemos seguir ignorando la situación de las minorías subestimando sus dificultades o tildándolas de “antinaturales”. Y aun así, por increíble que parezca, la sociedad acepta el statu quo. Tampoco será que los derechos de la mayoría vayan a erosionarse por compartirlos con las minorías…

Aunque tal vez la mayoría teme inconscientemente que al reconocer los derechos de las minorías tengamos que reconocer su existencia. Si dejamos de ser “todos iguales”, puede que nos veamos empujados a cuestionarnos la forma de vida que ahora damos por sentada. Y tal vez esa inquietud no vaya del todo desencaminada.

Una tradición de poco más de un siglo

En el sistema familiar japonés más conservador la esposa y los hijos obedecen al marido, que es el cabeza de familia, y la esposa se cambia el apellido aunque le conlleve ciertos inconvenientes, de modo que todos comparten un mismo nombre. Como ese se considera el orden natural y necesario de las cosas, la esposa lo respeta aunque sea un poco a regañadientes. Sin embargo, si existiera la posibilidad de conservar el apellido original al casarse, la esposa y los hijos podrían no adoptar el apellido del marido, o incluso no querer incluirse en el mismo mausoleo familiar. Aunque no se admita de forma consciente, se trata de una posibilidad aterradora que los hombres intentan evitar a toda costa. Por eso la regla del apellido único se defiende obstinadamente bajo la flagrante mentira (quizás fruto de la ignorancia) de que se trata de una tradición japonesa arraigada, cuando en realidad se introdujo hace poco más de un siglo mediante el Código Civil Meiji de 1898.

No creo que la mayoría de los que se oponen a la posibilidad de conservar el apellido y a la unión de las personas del mismo sexo lo hagan empujados por la cobardía. Pero sí pienso que no me equivoco al afirmar que la resistencia de la mayoría a reconocer a las minorías surge de la reticencia a poner en duda lo que siempre han dado por sentado.

Aunque Japón cuenta con ciertas minorías étnicas como los Ainu, los habitantes de Okinawa o los descendientes de coreanos, ni el idioma ni el aspecto físico les supone una barrera para integrarse en la sociedad. Ese hecho infunde a los japoneses la idea de que viven en una sociedad homogénea y les dificulta la aceptación de individuos diferentes. La diferencia puede resultar especialmente desconcertante, o incluso amenazante como si los derechos propios pudieran verse deteriorados, cuando aquellos a los que uno creía iguales empiezan a proclamar una identidad distinta y a reclamar sus derechos.

Hombres aferrados al privilegio

Los tiempos han cambiado. Hoy en día muchas empresas en Japón, no solo las extranjeras, tienen políticas de respeto a la diversidad de la plantilla. Pero la inclusión de la diversidad requiere un cierto esfuerzo. Por ejemplo, para acoger a personas con movilidad reducida en un lugar de trabajo es imprescindible garantizar su accesibilidad, y para recibir a personas extranjeras es necesario ofrecer señalización en varios idiomas. Así pues, es de esperar que la mayoría no esté dispuesta a dedicar ese esfuerzo para proteger los derechos de una minoría que sienten que amenaza sus privilegios.

Especialmente reacios al cambio son los que forman la mayoría social por excelencia: hombres sanos (sin discapacidades) de mediana y avanzada edad. Por eso las minorías y los sectores menos privilegiados, como las mujeres y los jóvenes, deben ampliar su poder y liderar la reforma. Tenemos que contar con más mujeres y jóvenes en los órganos de toma de decisiones como el Tribunal Supremo, la Dieta, las cúpulas empresariales administrativas y directivas y las asociaciones comunitarias. Ese cambio plantea una especie de dilema del huevo y la gallina, ya que su consecución requiere a la vez que cambien la sociedad y las personas. No es un reto fácil, pero no debemos cejar en nuestro empeño de conquistarlo.

(Traducido al español del original japonés redactado el 23 de febrero de 2016)

Fotografía del titular: Los demandantes entran en el Tribunal Supremo el 16 de diciembre de 2015 para oír la sentencia del caso del artículo del Código Civil que obliga al apellido único en el matrimonio. Cortesía de Jiji Press.

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