Contacto con los muertos en la Montaña Terrible

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La brisa hace girar los molinetes mientras Budas de piedra ataviados con trapos vigilan un montículo de piedras cuidadosamente apiladas

Quienes visitan el Osorezan, un volcán durmiente en la norteña prefectura de Aomori, topan con el áspero hedor a azufre antes de llegar a las inmediaciones del templo Bodaiji. Esto lo descubrí hace años caminando por los bosques vírgenes que cubren el enorme cráter donde está ubicado el templo. Las personas acostumbradas a las aguas termales en Japón podrían asociar ese hedor con baños relajantes en piscinas calentadas geotérmicamente, pero en Osorezan ese hedor anuncia tu llegada al infierno.

Cuenta la leyenda que el sacerdote budista Ennin fundó Bodaiji a finales del siglo IX tras recibir un mensaje en sueños que le hablaba de una montaña sagrada a treinta días a pie de Kioto. Si el sacerdote fue capaz de realizar el viaje de mil kilómetros desde la capital en el tiempo asignado para descubrir esta parte remota (“más que remota” podría ser una descripción más exacta) de la península de Shimokita, entonces no hay duda de que tuvo que producirse una intervención divina. 

Pero esto no debería sorprendernos, porque Osorezan, como así se denomina la montaña en japonés, es un lugar sagrado. De hecho, junto con el Hieizan de Kioto y el Kōyasan de la prefectura de Wakayama, es uno de los lugares más hieráticos de Japón. Se le conoce como reiba, o lugar sagrado, y se cree que es una estación del camino etéreo donde residen temporalmente los espíritus de los muertos antes de la reencarnación, o antes de realizar el viaje al más allá.

Montículos de piedras y oraciones

Osorezan es un lugar único donde la imaginería del paraíso (a los ochos picos que configuran el borde del cráter se les compara con los ocho pétalos de una flor de loto) coexiste con encarnaciones tangibles del infierno. El agreste y ardiente paisaje que rodea Bodaiji ha atraído a los peregrinos a esta montaña durante siglos. Se dice que el nombre Osorezan, o “montaña terrible”, proviene de ushoro, una palabra de la lengua indígena Ainu que significa “bahía”, lo que sugiere una antigüedad mucho más lejana que el viaje del sacerdote Ennin a la zona. 

Yo ya había visitado la montaña dos veces, cuando decidí que mi tercer viaje coincidiría con el festival bianual del templo. Una vez traspasadas las puertas del santuario, seguí a un grupo de feligreses por un terreno yermo y agreste, dejando atrás zonas escarpadas de donde salían fumarolas que escupían un humo amarillento y charcos burbujeantes de color teja. Esta imagen de tierra yerma, esculpida por la antigua actividad volcánica, es venerada y temida por su similitud con las imágenes budistas del infierno. Pero es el toque evidente de los vivos, como los innumerables montículos de rocas cuidadosamente apiladas, lo que confiere a este terreno una apariencia fantasmagórica y misteriosa.

Las pilas esparcidas de piedras están cubiertas de ofrendas (golosinas, molinetes de color rosa y blanco, monedas de un yen ennegrecidas por el cáustico terreno) desplegadas en honor de los seres queridos que ya no están. La tradición habla de que los niños que fallecen antes que su padres se ven obligados a construir tsuka, o pilas de piedras, para los cielos y para expiar su pecado no filial. Las pilas que se encuentran en Osorezan son en parte intentos de los vivos de ayudar a estas jóvenes almas en su tarea. De pie, y reflexionando sobre esta historia, conté las piedras que albergaban los nombres cuidadosamente escritos de personas fallecidas.

Desfilando despacio por el sendero hacia Usoriko, el lago de tonalidad esmeralda del centro del cráter, me detuve para observar una hilera de pequeñas estatuas del bodhisattvajizō, patrón de los niños, situado como parte del servicio mizuko para las almas de los fallecidos nonatos. En la sala octogonal Hakkaku-endō, las ofrendas de zapatos, vestidos y sombreros dotan al lugar de una apariencia de mercadillo. Un encargado del templo me dijo, mientras retiraba una bolsa llena de paraguas, que las ofrendas de ropa han aumentado desde el Gran Terremoto del Este de Japón de 2011, seguramente porque los dolientes la traen para resguardar del agua y el frío a los que fueron tragados por el tsunami. En el altar de la sala alguien había colocado una placa con los nombres grabados de una familia entera. 

La vida entre la muerte

Las orillas del Usoriko están repletas de ofrendas: latas de zumo y cerveza, jarras de sake, bolsas abiertas con dulces japoneses y flores clavadas en la arena blanca. Dicen que el lago no tiene vida, pero si observamos las olas que nos remojan los pies podemos ver yago (las larvas acuáticas de las libélulas) yendo de aquí para allá, insectos negros moviéndose rápidamente y diminutos gusanos rojos zigzagueando por el agua burbujeante.

Perdido en mis pensamientos sobre la muerte, me dí cuenta de que la zona que rodea al Osorezan está llena de vida. El bosque que rodea el lago es de una belleza espectacular (en su sueño, Ennin lo comparó con el paraíso budista) y suena vivo con el canto de gorriones, ruiseñores y golondrinas. Incluso en el tortuoso sendero y en las grietas de las rocas anaranjadas florecen hortensias salvajes, y mantos de líquenes cubren la pedregosa ladera.

De vuelta a la sala principal del templo, me detuve cerca de otra hilera de figuras de jizō ataviadas con trapos azules a juego cuidadosamente atados en cada cabeza. Una mujer mayor invitó a algunos niños que había cerca a unirse a ella y disfrutar de la ofrenda de fresas que había traído. Mientras las comían, la mujer sonrió y les dijo: “Es que estas ofrendas deben ser disfrutadas por los vivos. Sirve de consuelo para las almas de los muertos”. Mientras los niños se lo agradecían y se levantaban para marcharse, la mujer exclamó con alegría: “No, de nada sirve tener todo esto aquí apilado. Llevaos algo”. Y a continuación tomó cosas de la inmensa pila de ofrendas y empezó a llenar las mochilas de los niños con paquetes de galletas, bolsas de golosinas y latas de zumo y café (mi voyeurismo fue recompensado con una lata de cerveza y una bandeja de bizcochos cocidos al vapor), mientras no paraba de decir kuyō ni naru, “esto dará consuelo a los muertos”.

Contacto con los seres queridos ya difuntos

Algunos vienen al Osorezan para consolar a los que han fallecido, otros a llorar, y otros a comunicarse con parientes difuntos. Las itako, las tradicionales médiums espirituales, a menudo ciegas, son otra parte del paisaje que aquí puede encontrarse. En su mayoría ancianas, se dice que las itako son capaces de canalizar los espíritus de los difuntos en una ceremonia conocida como el kuchiyose. Durante el festival montan tiendas tras la puerta de entrada al templo y la gente se sienta allí durante horas esperando su turno para conversar con los muertos. La itako es una relíquia de otro tiempo, y está desapareciendo poco a poco a medida que se imponen las nuevas costumbres: este año solo había cuatro tiendas, mientras en mi visita de hace diez años había al menos el doble.

El aura de la muerte proyecta un lúgubre hechizo sobre la montaña terrible, pero cuando subí al cráter reflexioné sobre la importancia de visitar el Osorezan. Los montículos de rocas, las estatuas de piedra decoradas con trapos, las pilas de dulces y tentempiés, y las hileras de ropas delicadamente colgadas están ahí tanto para consolar a los vivos como para reconfortar a los muertos. Y con mi ofrenda recientemente adquirida en la mano, el autobús me devolvió al mundo de los vivos mientras mi cabeza iba repitiendo las palabras de aquella mujer.

Kuyō ni naru.

(Traducido al español del original en inglés)

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