Consejos de un superviviente para hacer frente a los terremotos

Sociedad

2018 trajo una calamidad tras otra a Japón. Además de tifones e inundaciones, la parte norte de la prefectura de Osaka y la parte este de Iburi, en la prefectura de Hokkaidō, sufrieron terremotos, así como los desastres derivados de las lluvias torrenciales, de una violencia como jamás se había registrado, que provocó inundaciones fluviales y deslizamientos de tierra en distintas zonas de la región de Kansai y causó muchas víctimas. Quizá lo más alarmante fue el incidente ocurrido en julio en la ciudad de Seiyo, en la prefectura de Ehime, en el que la liberación de agua de una presa mató a cinco personas. Se dice que desde que sonaron las alarmas hasta la liberación apenas tuvieron cinco minutos, tiempo insuficiente para ponerse a salvo, por lo que hay quienes opinan que se trató de un error humano. Entre los daños causados por los vendavales y golpes de mar provocados por los tifones que azotaron el archipiélago japonés hubo impactantes testimonios y grabaciones de vehículos derribados y arrastrados por el viento, e incluso de tejados que los vendavales arrancaron y se llevaron por los aires. Se llegó a extender la duda de si la escala de los desastres naturales que sufre Japón no estará aumentando rápidamente.

Unas terribles sacudidas… ¡La puerta no se abre!

No obstante, para este autor lo más aterrador son, definitivamente, los terremotos. La primera vez que pensé que en verdad iba a morir fue la mañana del martes 17 de enero de 1995, cuando experimenté el Gran Terremoto de Hanshin-Awaji mientras estaba en el distrito de Nada, en la ciudad de Kobe (prefectura de Hyōgo).

El seísmo comenzó a las 5:46. Yo estaba durmiendo en el dormitorio de mi casa, en el sexto piso de un edificio de apartamentos, cuando comencé a notar un leve temblor y me incorporé en la cama. Los terremotos siempre me habían dado miedo, así que me desperté enseguida. Cuando ya pensaba que ese temblor lateral había cesado empezaron a sentirse unas terribles sacudidas. Era imposible permanecer de pie. Los objetos caían por todas partes, y la habitación se vio asaltada por el ruido de cerámica al romperse. Grité varias veces, alarmado.

El momento de peor agitación fue al salir de la casa. Mi mujer cargaba con nuestra hija mayor a la espalda; cuando llegamos a la entrada traté de girar el pomo de la puerta principal, pero no se abrió. Lancé mi cuerpo contra ella, pero fue inútil. El edificio entero se había visto retorcido por el terremoto, y la puerta había sufrido una fuerte presión vertical que la encajaba en el umbral. “Si ahora hay un incendio, moriremos calcinados dentro”, pensé.

Los edificios de apartamentos de Japón están todos provistos de una escalera de emergencia en el balcón. Sin embargo, pensando en las posibles réplicas del terremoto, no me atreví a bajar con mi mujer e hija por una escalera vertical que se encontraba en el exterior de un sexto piso. Si el suelo temblaba otra vez de aquel modo, caeríamos de la escalera al vacío. Permanecimos unos instantes sin saber qué hacer, en la entrada.

Por suerte, después descubrimos un ventanuco de luz de unos 30 centímetros de alto por un metro de ancho, a la altura de la cadera, encima del fregadero, que daba al pasillo. Rompimos a patadas las barras de seguridad y salimos arrastrándonos por el ventanuco. Cuando llegamos al pasillo y vi el paisaje con mis propios ojos, se me cortó el aliento.

Parecían las ruinas de un campo de batalla, en algún país lejano. Muchas de las construcciones de madera que rodeaban a nuestro edificio habían caído. Aquí y allá se veían columnas de humo negro, y llovían chispas. Me quedé anonadado al constatar el hecho de que mi barrio, que hasta el día anterior había sido alegre y concurrido, en un instante había quedado reducido a escombros. Había experimentado un terremoto de nivel 7, el mayor de la escala japonesa de seísmos. Me impactó su energía destructiva.

El Gran Terremoto de Kantō, según mi abuela

La responsable de que los terremotos siempre me hayan dado pavor es mi abuela, con la que viví un tiempo. Nació en 1903. El 1 de septiembre de 1923 ella experimentó el Gran Terremoto de Kantō, cuando se encontraba en el distrito popular de de Fukagawa (hoy día el distrito de Kōtō), en Tokio, y me contó sus experiencias en numerosas ocasiones.

La mayor parte de sus historias tenían relación con los incendios que se produjeron justo después del temblor. Como el terremoto ocurrió a la hora del almuerzo, en los barrios populares de Tokio se produjeron numerosos daños por los fuegos que salían de las casas particulares y se extendían a las casas vecinas en un instante. Mi abuela me contaba que el fuerte viento que producían los incendios se llevaba por los aires las tejas y la chapa ondulada, y que una fábrica cercana del ejército de tierra que producía alimentos para sus tropas y pienso para los caballos militares se incendió, y las latas con carne de res reventaban con el calor, produciendo fuertes estallidos.

En el momento del terremoto mi abuela tenía 20 años. Parece que fue testigo de muchas tragedias. En parte creo que le divertía asustarme en aquella época que era un niño impresionable, pero también consiguió grabar en mi mente la idea de que los terremotos son algo terrible, y que debemos temer los incendios que se producen tras ellos.

Por ese motivo adopté la costumbre de no colocar muebles en el dormitorio. Y gracias a ella, aunque en la habitación contigua de mi apartamento en Kobe se cayó al suelo un armario de 180 centímetros de altura, no sufrimos daños. Mi temor a la aparición de focos de incendio se lo debo a la insistencia de mi abuela.

Medidas de seguridad en la casa - El “destino de quienes vivimos en Japón”

Hasta aquel día fatídico de Kobe mi mujer se solía reír de mi miedo a los terremotos, y mis amigos de la zona se burlaban de mí diciéndome: “En Kansai no hay terremotos”. Pero por desgracia todos tuvimos que experimentar lo que mi abuela experimentó en su día.

Quien nace en Japón está destinado a convivir con los terremotos. Estoy mentalmente preparado para experimentar al menos un gran terremoto más en mi vida. Partiendo de esa base, y del miedo que siempre he profesado a los temblores, me gustaría compartir algunos consejos basados en mi experiencia.

Para empezar, debemos asegurarnos de que el edificio donde vivimos está preparado para seísmos, y tenemos que tomar medidas para que los muebles no se caigan durante un temblor. De los cerca de 105.000 muertos que se produjeron en el Gran Terremoto de Kantō, un 80 % murieron en los incendios, y un 90 % de los 6.434 fallecidos durante el terremoto de Hanshin-Awaji fueron aplastados. En los 72 años que separan ambos desastres se ha avanzado mucho en la protección de los edificios contra el fuego, algo a lo que se atribuye la reducción en el número de fallecimientos.

En la actualidad, cuando se produce un gran terremoto, lo que puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte es cómo se afronta el primer impacto, más que los incendios. Mi casa actual, en Tokio, se construyó tras la reforma de la Ley de Criterios de la Construcción, aprobada a raíz del Terremoto de Hanshin-Awaji, y está perfectamente preparada para resistir seísmos. Todos los muebles se hallan asegurados a las paredes o el techo. Cuando uno tiene que vivir en una casa de alquiler creo que lo más seguro es elegir un edificio construido después de la aprobación de dicha ley, en 1981.

Como otra medida frente a un terremoto es conveniente tener siempre preparada una reserva de dos o tres días de agua. Mi abuela nunca me habló de escasez de agua; en barrios como el suyo, por los que pasaba el río Sumida y aún llevaba agua limpia, la gente podía hervirla y consumirla. Pero en el Japón actual, si el agua corriente de las ciudades se ve cortada, eso será fuente de muchos problemas. No solo nos quedaremos sin agua para beber, claro, sino que tampoco podremos lavarnos las manos. Y el agua del inodoro también será un grave inconveniente. En mi experiencia lo que más me preocupó fue el agua.

Aunque uno experimente un fuerte terremoto no dejará de tener hambre, así que deberá contar con alimentos. Sin embargo soy de la opinión de que el kanpan, una especie de galletas que se anuncia como línea de productos especiales para emergencias, no sirve para nada. Un desastre del calado de un terremoto detiene, por supuesto, la vida cotidiana como la conocemos hasta ese momento. Por mucho que las personas que consumían alimentos normales hasta ese punto intenten de pronto comer de una lata de kanpan, no van a poder tragarla. Creo que deben tener preparados alimentos que sean lo más parecidos a lo que comen normalmente.

Este punto me trae a la memoria la experiencia que tuve tras el terremoto, en un refugio improvisado en la Escuela China de Kobe, un instituto para niños chinos. En el patio habían colocado sobre hogueras grandes calderos, y algunos cocineros chinos que trabajaban en el barrio de Nankin, en Kobe, cocinaban en ellos arroz y sopa caliente, e iban repartiéndolos entre los afectados. Las tiendas y restaurantes chinos de la ciudad proporcionaron los ingredientes. En lo que a la comida china se refiere, se puede preparar cualquier cosa si se tiene una olla con aceite al fuego. Me sentí muy impresionado por la habilidad de aquellos cocineros. En otros refugios más convencionales, mientras tanto, se repartía a las víctimas dulces, principalmente.

Lo retro puede ser útil

Otro ítem que conviene tener preparado en caso de desastre es una cierta cantidad de dinero, entre 50.000 y 100.000 yenes. Incluso tras un terremoto hay muchas tiendas que abren y venden sus productos, pero si se produce un apagón muchas veces no se puede pagar con tarjeta; únicamente con efectivo. Estoy seguro de que Japón también está evolucionando hacia una sociedad de transacciones sin efectivo, como China, pero por el momento es mejor tener algo de dinero preparado.

Además de lo ya dicho, según mi experiencia los teléfonos públicos resultan de tremenda utilidad. En el caso del terremoto de Kobe casi todos funcionaban. Tras el gran terremoto de Hokkaidō de 2018 se produjeron apagones generalizados, y sin embargo dicen que los teléfonos públicos se encontraban en funcionamiento. A diferencia de los smartphones, que necesitan de batería para funcionar, los teléfonos públicos permiten comunicarse con una simple moneda de diez yenes. Cada vez son más los que se retiran de las calles, pero yo soy de la opinión de que es mejor que no se reduzca más su número.

Este periodista también sufrió el Gran Terremoto del Este de Japón, en 2011. Casi todos los transportes quedaron detenidos, y mientras volvía caminando a casa comprobé que la línea Tōden-Arakawa, el último tranvía de Tokio, continuaba funcionando. Los desastres naturales nos muestran a veces el sorprendente poder que poseen las máquinas e instalaciones que el correr de los tiempos va dejando atrás. Quizá sea una exageración, pero quizá los grandes terremotos sean ocasiones para que reflexionemos sobre la adecuación de los últimos avances de nuestra tecnología.

(Artículo traducido al español del original en japonés. Imagen del encabezado: ciudadanos  participan en una ceremonia de instalación de un teléfono público en un punto de reunión, desde el que intentan llamar al 110 - 8 de enero de 2016, Kōsaki, ciudad de Tahara, prefectura de Aichi)

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