Reflexiones sobre la política exterior de Japón tras la Guerra Fría

La Guerra del Golfo y la diplomacia japonesa

Política Sociedad

La primera crisis internacional desde el fin de la Guerra Fría hizo tambalear al gobierno japonés y puso dolorosamente de manifiesto los temas de la diplomacia japonesa. Echamos la vista atrás sobre el “trauma” de la Guerra del Golfo y sus duraderas consecuencias para la política exterior de Japón.

La Guerra del Golfo, que comenzó con la invasión iraquí de Kuwait el 2 de agosto de 1990, fue la primera crisis internacional importante desde el fin de la Guerra Fría. Para Japón, la guerra representó un brusco despertar a la realidad del mundo posterior a la Guerra Fría y provocó lo que algunos analistas japoneses han citado como el “trauma” japonés de la Guerra del Golfo. ¿Por qué reaccionó Japón con tanta lentitud a lo que estaba ocurriendo? Y, ¿qué efecto duradero tuvo la guerra sobre la diplomacia japonesa durante años posteriores? Pasadas varias décadas, vale la pena observar la Guerra del Golfo desde una nueva perspectiva y lo que ésta significó para Japón.


El primer ministro japonés Kaifu Toshiki se reúne con el presidente de EE.UU. George H. W. Bush en un hotel de Nueva York (29 de septiembre de 1990). Foto: Jiji Press Ltd.

La respuesta inicial de Japón a la crisis fue de hecho bastante rápida y clara: el Gobierno del primer ministro Kaifu Toshiki impuso sanciones económicas a Irak el 5 de agosto, un día antes de que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (ONU) también lo hiciera. Sin embargo, en retrospectiva, esta pronta respuesta ya mostró uno de los defectos de la diplomacia japonesa. Aunque el gobierno japonés responde con rapidez en los casos en que existe un precedente histórico, las situaciones imprevistas tienden a provocar confusión respecto a la política básica de la cual el gobierno no consigue recobrarse facilmente. La respuesta del Gabinete de Kaifu a la crisis del Golfo se basó en gran medida en la experiencia de Japón en la invasión soviética de Afganistán de 1979 y las lecciones aprendidas de esa situación. Esencialmente, el gobierno japonés interpretó lo que sucedía en el Golfo Pérsico como una situación similar a la invasión soviética de Afganistán y, sin reflexionar demasiado, pensó que los acontecimientos seguirían los mismos pasos que en ese caso: que las principales potencias occidentales apoyarían a las fuerzas de resistencia locales sin implicarse directamente en un conflicto regional en Oriente Medio.

Una decisión difícil: ¿debe Japón apoyar acciones militares?

De hecho, la situación internacional y la posición de Japón habían cambiado considerablemente durante los años ochenta. La Guerra Fría había avanzado rápidamente hacia su conclusión. El Muro de Berlín había caído en noviembre de 1989, el año antes de la invasión iraquí de Kuwait, y ese mismo diciembre el presidente estadounidense George H. W. Bush y su homólogo soviético Mijaíl Gorbachov habían anunciado en Malta el fin de la Guerra Fría. A pesar de La Masacre de Tiananmen que habían sacudido a China durante junio de 1989, Deng Xiaoping seguía insistiendo que la política de reformas y apertura continuaría, y China adoptó una postura cada vez más cooperativa hacia Occidente a principios de los noventa. James Baker, secretario de Estado de EE.UU., estaba de visita en la Unión Soviética (URSS : Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) cuando se produjo la invasión. Ambos países redactaron inmediatamente una declaración conjunta de condena a Irak. La crisis del Golfo se veía como una prueba para mejorar las relaciones entre EE.UU. y la URSS, y el Consejo de Seguridad de la ONU, tan a menudo paralizado por las rivalidades entre las superpotencias durante la Guerra Fría, desempeñó un papel de liderazgo en la respuesta internacional a la crisis. Con la legitimación del uso de la fuerza militar por parte del Consejo de Seguridad de la ONU y la contribución del imponente poder militar estadounidense, se esperaba que Japón ofreciese un claro apoyo a las acciones militares, teniendo en cuenta tanto su declarado compromiso hacia una política exterior “centrada en la ONU” como la realidad de su alianza con EE.UU.

Al mismo tiempo, muchos países sospechaban cada vez más de Japón desde la segunda mitad de los años ochenta, incluso EE.UU., después de que Japón se convirtiese en superpotencia económica gracias a sus políticas financieras expansionistas. Abundaban las teorías sobre la “idiosincrasia” de Japón con un sentimiento generailizado de que Japón, como país mercantil, sólo se movía por sus propios intereses económicos y que pretendía dominar económicamente a los demás países. Estas tesis habían conseguido cierta aceptación en EE.UU., tanto en el Congreso como entre la población en general. El descubrimiento de que una subsidiaria de Toshiba Corporation había exportado máquinas fresadoras a la URSS en 1987 violando las normas del Comité de Coordinación para el Control Multilateral de Exportaciones Estratégicas (COCOM, por sus siglas en inglés) que limitaban las exportaciones de tecnología al bloque comunista, desató una importante tormenta política en EE.UU.. Su Congreso anuló acuerdos preexistentes entre los gobiernos japonés y estadounidense y modificó los planes para el desarrollo conjunto del FSX (Flight Simulator X), un proyecto de nuevo avión caza de apoyo para las Fuerzas de Autodefensa Aérea de Japón. Y el insensible comportamiento de las corporaciones japonesas, puesto de manifiesto con la adquisición de iconos culturales estadounidenses como el Rockefeller Center (Mitsubishi Estate) y Columbia Pictures (Sony) en 1989, dejó a Japón a merced de acusaciones de arrogancia.

Rechazo japonés a la contribución de contingentes


El embajador estadounidense Michael Armacost visita al primer ministro japonés Takeshita Noboru en su nombramiento como embajador (18 de mayo de 1989). Foto: Jiji Press Ltd.

Otro factor fue el descubrimiento del escándalo Recruit en 1989, justo cuando Japón se encontraba en el punto más álgido de su éxito económico. Ese escándalo hizo tambalearse seriamente al sistema político dirigido por el Partido Liberal Democrático (PLD), y cuando se produjo la crisis del Golfo al año siguiente, los partidos de la oposición habían conseguido la mayoría en la Cámara Alta de la Dieta Nacional. Dentro del propio PLD, el primer ministro Kaifu solo disponía de una base política débil y dependía del apoyo de los miembros de la poderosa facción Takeshita, especialmente de Ozawa Ichirō, quien ocupaba el puesto clave de secretario general. En estas circunstancias, la necesidad de responder con prontitud a la situación del Golfo dejó a Japón en una situación extremadamente difícil.

Estaba claro que Japón tenía muy poco margen de maniobra en cuanto a una hipotética contribución militar. Nunca se había enviado a ninguna unidad de las Fuerzas de Autodefensa a una misión fuera del país, y no existían ni las disposiciones legales ni la formación necesaria para ese tipo de acciones. Era evidente que la mayor contribución que Japón podía hacer era de índole financiera y de ayuda material. Pero una contribución puramente económica estaba destinada a ser el blanco de las críticas de países que proporcionaban tropas, especialmente EE.UU.. La imposibilidad de Japón de enviar tropas reforzó la impresión de Japón como un estado mercantilista y egocéntrico. Y eso no solo hizo aumentar el sentimiento anti-japonés, sino que también amenazó con convertirse en un factor más que reforzara la oposición al uso de la fuerza en el debate interno de EE.UU.. Michael Armacost, el embajador de EE.UU. en Japón en aquel momento, recibió el apodo de “Misutā Gaiatsu” (Sr. Presión Externa).

En realidad, Japón no siempre había mostrado un apoyo incuestionable a la política estadounidense en Oriente Medio. Japón continuó manteniendo relaciones diplomáticas con Irán, por ejemplo, incluso después de la Revolución Iraní de 1979. Ante la Guerra del Golfo, algunas voces en Japón se alzaron para decir que había llegado el momento de que Japón se distanciase de EE.UU. y utilizase sus propios métodos para convencer a Irak de que se retirara de Kuwait. En términos específicos, las opciones políticas de Japón eran limitadas, pero puesto que había ciudadanos japoneses retenidos junto a occidentales en Irak, el argumento de que Japón debía reducir al máximo su apoyo a la coalición internacional caló entre el sentir nacional.

En estas condiciones complicadas, la respuesta del gobierno japonés solo puede describirse como confusa. El presidente Bush solicitó el apoyo japonés en las áreas de transporte y provisiones, ámbitos en donde los propios recursos de EE.UU. estaban siendo utilizados al límite en la planificación del envío de un gran número de tropas al Golfo. A causa de la inexistencia de un marco que permitiese a Japón enviar las Fuerzas de Autodefensa al Golfo, el gobierno consideró la posibilidad de fletar buques y aviones comerciales, pero las empresas del sector privado se mostraron reticentes a llevar a cabo misiones en una zona de guerra. Cuando el consejero del Ministerio de Relaciones Exteriores Tanba Minoru informó a EE.UU. que Japón no podía hacer prácticamente nada para ayudarles en este tema, EE.UU. respondió subrayando que muchos de los buques que se encontraban en el Golfo Pérsico tenían como destino Japón, sugiriendo implícitamente que los armadores japoneses aceptaban tomar riesgos cuando era en beneficio económico de su propio país.

Japón dona una ayuda de trece mil millones de dólares


El primer ministro Kaifu Toshiki y el ministro de Finanzas Hashimoto Ryūtarō se saludan después de la aprobación de un proyecto de ley que contemplaba una ayuda adicional de nueve mil millones de dólares a la coalición internacional (28 de febrero de 1991). Foto: Jiji Press, Ltd.

Después de que EE.UU. hiciese patente su malestar ante Tanba, Japón anunció el 29 de agosto que contribuiría con fondos a la coalición internacional contra Irak. Pero el anuncio oficial hablaba de una cifra de solo diez millones de dólares. Al día siguiente, tras una respuesta estadounidense bastante desagradable, el Ministerio de Finanzas presentó una nueva cifra: mil millones de dólares. De hecho, esta era la cantidad que había estado sobre la mesa en debates gubernamentales internos desde el principio, pero la ineptitud del anuncio sirvió solo para reforzar la impresión de Japón como país egocéntrico que no iba a contribuir a las acciones internacionales si no se le presionaba desde el exterior. Ansioso por no importunar más a EE.UU., el gobierno japonés complementó después esa cantidad con más fondos, alcanzando finalmente un total de unos trece mil millones de dólares. No obstante, surgió una disputa entre Japón y EE.UU. referente a los nueve mil millones de dólares de apoyo que Japón había anunciado tras el comienzo de las hostilidades por parte de la coalición internacional. ¿Se trataba de una cifra a pagar en yenes o en dólares? El secretario estadounidense del Tesoro Nicholas Brady y el ministro de Finanzas japonés Hashimoto Ryūtarō pactaron rápidamente un acuerdo sobre el alcance del apoyo japonés, pero la cuestión del pago no quedó clara. Tras unas fluctuaciones en el tipo de cambio, Japón anunció que la contribución se realizaría en yenes, y a renglón seguido EE.UU. exigió el pago en dólares. Al final Japón cedió, pero estos rifirrafes sobre detalles técnicos no causaron una buena impresión.

Mientras esto sucedía, el gobierno de Kaifu presentó a la Dieta en octubre un proyecto de ley de cooperación pacífica con la ONU con la intención de proporcionar una estructura legal para que Japón contribuyese con contingentes, pero no se produjo ningún consenso, ni siquiera entre los líderes políticos, sobre qué tipo de contingentes debía enviarse. El primer ministro Kaifu se mostró reticente a enviar unidades de las Fuerzas de Autodefensa al Golfo, ya que pensaba que aunque se hiciese, estas unidades debían someterse al mando de una organización distinta. El secretario general del PLD Ozawa Ichirō, por el contrario, insistía en que la actual Constitución permitía que contingentes japoneses participasen en operaciones organizadas por la ONU para la seguridad colectiva y argumentaba que debían enviarse fuerzas japonesas al Golfo bajo la bandera de la ONU. Las opiniones estaban igualmente divididas dentro del Ministerio de Relaciones Exteriores. Esta división atenuó las perspectivas de aprobación de la ley. Y con una oposición que gozaba de mayoría en la Cámara Alta de la Dieta, era poco probable que se acabase aprobando algún proyecto de ley que autorizase el envío de las Fuerzas de Autodefensa. Solo alrededor de un 20% de la población se mostraba favorable a esta medida. Dentro del gobierno se produjo un debate vehemente, pero al final el proyecto de ley se desestimó el 8 de noviembre.

El Gobierno tampoco llevó a cabo ninguna acción destacable para garantizar la liberación de los ciudadanos japoneses que estaban retenidos a la práctica como rehenes en Irak. Japón tenía poco margen de maniobra para negociar con Irak, e incluso aunque hubiese tratado directamente con Irak y hubiese conseguido la liberación de los ciudadanos japoneses, también se temía que ello provocase una escalada de críticas hacia Japón por actuar sólo por interés propio. Con una acción militar inminente, los rehenes japoneses acabaron siendo liberados a finales de noviembre, tras varios intentos que incluyeron una visita a Irak del antiguo primer ministro Nakasone Yasuhiro como enviado especial. Pero dado que los rehenes occidentales restantes fueron liberados al día siguiente, es probable que esta decisión no fuese más que un intento de Irak, bajo presión de acciones militares, de influir en la opinión pública internacional y no el resultado de una buena gestión diplomática por parte de Japón.

Una perdurable sensación de fracaso


Tropas de las Fuerzas de Autodefensa enviadas para contribuir a las acciones de desactivación de minas submarinas mediante control remoto (19 de junio de 1991). Foto: Fuerzas de Autodefensa Marinas; Jiji Press Ltd.

La coalición internacional inició su ataque a Irak a las tres de la madrugada hora local del 17 de enero de 1991. El secretario de Estado de EE.UU., James Baker, notificó oficialmente el ataque a Murata Ryōhei, el embajador japonés en Washington, así como al ministro de Relaciones Exteriores Nakayama Tarō treinta minutos antes de que se produjese. La guerra se convirtió en una demostración de la aplastante superioridad del poder militar estadounidense. Además de bombardeos aéreos devastadores, se informó de que los misiles estadounidenses Patriot habían conseguido un increíble éxito en la destrucción de los misiles iraquíes Scud (aunque después se supo que el porcentaje de ataques con éxito había sido bastante inferior a lo que se creyó en un primer momento). La cobertura en directo de lo que sucedía, proporcionada por el nuevo canal de noticias estadounidense CNN, dejó atónito al mundo. Tanto en Japón como en cualquier otro rincón del planeta, la gente se quedaba paralizada delante del televisor viendo como la guerra se desplegaba en tiempo real ante sus ojos.

Evidentemente, Japón no se quedó de brazos cruzados; de hecho, realizó considerables acciones sobre el terreno. Las tropas recibieron con alegría contribuciones de material, desde vehículos con tracción en las cuatro ruedas hasta Walkman. Los civiles y diplomáticos japoneses que se quedaron atrás en Irak sobrevivieron a pesar de las duras condiciones reinantes. Los fondos japoneses fueron llegando sin problemas, y el general Norman Schwarzkopf, comandante de la coalición internacional, expresó su profunda gratitud a Japón. Después del fin de la guerra en abril de 1991, se envió una unidad de limpieza de minas submarinas de las Fuerzas de Autodefensa Marinas para trabajar en el Golfo Pérsico, tras la decisión de que las operaciones de limpieza de minas submarinas, después de que se suspendiera el combate, eran permisibles con la legislación existente que regía las actividades de las Fuerzas de Autodefensa. Pero a pesar de estos esfuerzos persistentes, la experiencia global de la Guerra del Golfo dejó a la diplomacia japonesa con una profunda sensación de fracaso. No se sabe si la omisión del nombre de Japón en la declaración oficial de agradecimiento de Kuwait fue deliberada o accidental, pero es innegable que Japón obtuvo una nota muy baja por parte de la comunidad internacional por su contribución a la Guerra del Golfo, y que a raíz de ello el prestigio de la diplomacia japonesa se resintió.

Las lecciones extraídas de las experiencas bélicas de Japón en la Guerra del Golfo

¿Qué lecciones aprendió Japón de sus experiencias en la Guerra del Golfo? En primer lugar, el hecho de que nuestro país se hubiese mostrado totalmente impotente frente a un conflicto internacional, aunque ello ocurriese en un momento en que la prosperidad económica de posguerra estaba en su apogeo, sacó a relucir la debilidad de Japón a la hora de prestar su apoyo y mantener el orden internacional de posguerra. El “trauma del Golfo” hizo que Japón fuera consciente de la necesidad de contribuir con contingentes a las acciones internacionales, y en 1992 se aprobó la Ley de Cooperación Pacífica Internacional ante una fuerte oposición política. Esto permitió una participación limitada de las Fuerzas de Autodefensa de Japón en las operaciones de mantenimiento de la paz de la ONU, y al año siguiente las Fuerzas de Autodefensa fueron a su primera misión de esta índole, uniéndose a la Autoridad Provisional de las Naciones Unidas en Camboya (APRONUC) tras el fin de la guerra civil en ese país.

La Guerra del Golfo también ahondó el debate sobre las alianzas y la política de seguridad nacional de Japón. Los políticos empezaron a hablar explícitamente de la importancia de la alianza de seguridad entre Japón y EE.UU. y en 1997 Japón y EE.UU. formularon un conjunto de directrices para la cooperación de defensa entre ambos países con la vista puesta en un posible contingente de emergencia en la Península de Corea. Más tarde, ambos países introdujeron un sistema de defensa de misiles conjunto tras los lanzamientos de misiles por parte de Corea del Norte.


Miembros de las Fuerzas de Autodefensa japonesas en la ciudad de Takéo, Camboya, llevando a cabo operaciones de mantenimiento de la paz con la cooperación de la población local (8 de octubre de 1992). Foto: Jiji Press Ltd.

Teniendo en cuenta el caos y la confusión del periodo de la Guerra del Golfo, estos cambios ocurrieron con una naturalidad sorprendente. Hasta cierto punto es justo decir que los japoneses volvieron a demostrar su capacidad de aprender de errores pasados. Pero esto no fue todo: durante los años noventa y hasta los primeros años del siglo XXI, Japón utilizó este marco para promover la reforma del Consejo de Seguridad de la ONU y fortalecer la alianza entre Japón y EE.UU..

Debilidad en la toma de decisiones estratégicas

Esto se basa en la premisa de que el sistema de cooperación internacional mediante el cual EE.UU. tomó la delantera durante la Guerra del Golfo, apoyado por su aplastante supremacía militar y tecnológica, continuaría. Es decir, que la idea de la diplomacia japonesa de construir su política de exteriores y de seguridad nacional manteniendo la alianza con EE.UU. como eje dentro del orden conciliador internacional no ha cambiado de forma sustancial desde la Guerra del Golfo. Sin embargo en las últimas dos décadas se ha ido dando marcha atrás paulatinamente a la búsqueda de la armonía a nivel internacional, para reforzar la tendencia estadounidense a actuar de forma independiente. Tras la participación estadounidense en dos guerras asimétricas en Asia Central y Oriente Medio, ha quedado claro que incluso el tan pregonado poder militar estadounidense tiene límites. La hegemonía de EE.UU. se ha debilitado relativamente, y ya no se ve tan segura. El auge de nuevas economías emergentes ha añadido complicaciones suplementarias a la cooperación internacional entre las principales potencias mundiales. Y existe el riesgo de que las debilidades de la diplomacia japonesa puestas de manifiesto en la Guerra del Golfo pudieran quedar de nuevo en evidencia.

La primera debilidad se refiere a la identidad diplomática de Japón: ¿qué papel debería desempeñar Japón en la política internacional? Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Japón ha renunciado a la fuerza militar como instrumento de política exterior y ha confiado exclusivamente en medios económicos pacíficos. En la actualidad, los interrogantes sobre la legitimidad militar continúan vigentes. ¿Es legítimo que los miembros de las Fuerzas de Autodefensa que participen en operaciones de mantenimiento de la paz utilicen la fuerza de las armas? ¿El derecho de defensa colectiva es extensible a los contingentes japoneses que defienden a las fuerzas estadounidenses si éstas son atacadas por fuego enemigo? Estos interrogantes son muy significativos, y no sólo porque se requerirían cambios técnicos de las interpretaciones convencionales sobre la seguridad, la autodefensa y la alianza entre Japón y EE.UU.. El continuo debate sobre estos temas refleja la falta de un claro consenso en Japón sobre la identidad que el país ha mantenido desde la guerra: ¿Qué parte de esta identidad debe conservarse y qué parte debe ser replanteada?

La segunda debilidad está relacionada con la toma de decisiones estratégicas del gobierno frente a una importante crisis que no puede resolverse con los marcos existentes. Se trata de un problema con muchos aspectos, desde la recopilación de información hasta el faccionalismo burocrático y la incómoda relación entre políticos y burócratas; cuestiones que continúan vigentes en la actualidad. Estos últimos años, la gestión gubernamental de la disputa territorial con China por las Islas Senkaku y su torpe respuesta al catastrófico terremoto del 11 de marzo y posterior crisis nuclear han dejado claro que la capacidad de respuesta del gobierno ante acontecimientos imprevistos deja todavía mucho que desear.

No puede decirse que Japón haya superado las experiencias de la Guerra del Golfo. La crisis y sus efectos continúan proyectando una sombra sobre la diplomacia japonesa hasta hoy.

(Originalmente escrito en japonés y traducido al español de su versión inglesa)

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