Retrato de un matrimonio internacional
Hirotaka y Sherin: el camino que unió a un japonés y una egipcia
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Durante la entrevista Sherin Abdelsalam afirma repetidamente: “Este es el camino que Dios me ha marcado, y lo único que puedo hacer es seguirlo dando lo mejor de mí”.
Sherin emprendió su imprevisible camino al conocer a Suzuki Hirotaka en septiembre de 1999. Él acababa de llegar como estudiante de intercambio de la Universidad de Takushoku, y una amistad común los presentó en los pasillos de la Facultad de Filología Japonesa de la Universidad de El Cairo.
Un noviazgo espontáneo
Sherin decidió especializarse en japonés en la universidad siguiendo el consejo de su padre de aprender un idioma extranjero que no fuera el inglés, pero su motivación por el estudio de la lengua nipona no despegó hasta que conoció a Hirotaka. Quería poder comunicarse bien con su nuevo amigo japonés, pero él no dominaba el inglés y apenas empezaba a estudiar el árabe. Sin embargo, parece ser que por aquel entonces Sherin no albergaba ningún sentimiento especial por Hirotaka, sino que simplemente le daba rabia no poder entenderse con él.
“Lo invité a mi casa para que probase la comida egipcia de mi madre. Mi abuela y mi tío estaban convencidos de que, si había invitado a un hombre a casa, era porque debíamos de ser novios, pero yo no tenía ese tipo de interés por él; solo quería enseñarle cosas de mi país a un japonés”, asegura Sherin.
Ninguno de los dos propuso al otro el noviazgo de forma explícita. Con el tiempo la gente de su alrededor dio por supuesta la relación y, a los diez meses de conocerse, “se vieron arrastrados” a prometerse. “Entonces no sabía que en Egipto prometerse tenía el mismo reconocimiento social que casarse (aunque legalmente uno siga siendo soltero)”, confiesa Hirotaka. Pero luego añade: “Cuando estaba a punto de volver a Japón porque finalizaba mi año de estudios en El Cairo, le pedí a Sherin que nos casáramos cuando yo regresara a Egipto (tras acabar la universidad en Japón)”.
La Guerra de Irak trastocó sus planes de vida
Al principio la madre y otros familiares de Sherin se opusieron a que se casara con un hombre de otro país, pero el padre tuvo una primera impresión positiva del novio y lo aceptó sin reparos. Al final la madre también terminó dando el consentimiento para el compromiso, con la condición de que la pareja se quedase a vivir en Egipto. Es probable que la conversión de Hirotaka al islam, que efectuó tras introducirse en la práctica del ramadán y las plegarias por invitación de sus compañeros de la residencia universitaria, le allanase el camino para obtener la aceptación de la familia de Sherin.
Tras volver a Japón, Hirotaka se consagró a trabajar mientras estudiaba; tenía que ahorrar para la boda. “En Egipto existen muchas reglas a la hora de casarse: la tradición dicta que el hombre debe proveer la vivienda, los muebles, los electrodomésticos y todo lo necesario para la vida en común, excepto lo relativo a la cocina, que lo aporta la mujer”, explica.
Hirotaka reveló a sus padres que se había prometido en matrimonio al volver a Japón y ellos aceptaron su voluntad sin oponerse. En abril de 2001 Sherin visitó Japón por primera vez para conocer oficialmente a sus futuros suegros y otros familiares de Hirotaka. El 11 de junio del mismo año, día en que Sherin terminó su último examen de la universidad, celebraron la boda en Egipto. Hirotaka tenía 23 años y Sherin, 20.
Tras instalarse en su nuevo hogar de El Cairo con su esposa, Hirotaka entró a trabajar en una empresa dedicada al turismo. En abril de 2003 nació su primer hijo. Sin embargo, varios acontecimientos que cambiaron por completo la situación de Oriente Medio les empujaron a renunciar a la vida que ambos habían planeado: una serie de ataques terroristas simultáneos al de las Torres Gemelas neoyorquinas en septiembre de 2001 y el inicio de la Guerra de Irak un mes antes de nacer su hijo mayor. Al desplomarse el turismo extranjero en Egipto como consecuencia de la desestabilización de la zona, Hirotaka acabó perdiendo su trabajo.
“No vine a Japón por voluntad propia”
Aunque la pareja se casó bajo la condición de quedarse a vivir en Egipto, decidieron rehacer su vida en Japón. Al llegar se instalaron en casa de los padres de Hirotaka, en la prefectura de Chiba. Para Sherin, que había sido madre a los 21 años, tener que criar a su hijo viviendo en el extranjero por primera vez era una fuente constante de estrés. Además, aunque había estudiado japonés en su país, la comunicación con los suegros le traía muchos quebraderos de cabeza. Al cabo de un tiempo la familia se trasladó a otra zona de la prefectura, a una hora en tren de los padres de Hirotaka, y pasaron a visitarse en ocasiones señaladas como los cumpleaños de los niños. En la actualidad Sherin mantiene una relación excelente con sus suegros.
Sherin siente que, con la inseguridad y la inestabilidad social que se apoderaron de Egipto tras la revolución de 2011, es difícil que puedan volver a vivir en su país, pero le cuesta resignarse: “No vine a Japón por voluntad propia. Y, como tengo una relación muy cercana con mi familia, me resulta durísimo no poder estar con ellos en los momentos importantes, como cuando mi hermana menor se casó y tuvo a sus hijos, o cuando mi madre enfermó”.
“En los matrimonios internacionales uno de los cónyuges se ve obligado a vivir fuera de su país. No poder cuidar de los padres cuando te necesitan es una desventaja”, lamenta Hirotaka.
Los hijos y el idioma
A finales de 2016 la familia pasó algo más de dos semanas en Egipto para visitar a la madre de Sherin, que estaba enferma. A pesar de su precario dominio del árabe, los niños se divirtieron jugando con sus primos y pasando el tiempo con la parentela. Cuando se les pregunta por las impresiones que se llevaron del país de su madre, señalan que les sorprendió la cantidad de basura y de perros y gatos sin dueño que hay por las calles, pero también la amabilidad de la gente, que atribuyen a lo extensas que son las familias egipcias.
Como suelen hablar en japonés, los niños casi no entienden a sus padres cuando hablan árabe entre ellos. Según Sherin: “Quiero enseñarles árabe, pero un idioma no se aprende solo hablando con los padres. Todos los días voy a trabajar en trenes atestados de gente y, cuando llego a casa, cuido de mis cuatro hijos —el pequeño tiene tres años— y acabo tan agotada que me quedo dormida bajo el kotatsu. No me queda tiempo ni energía para enseñarles árabe”.
Con todo, el segundo hijo de la casa, que ahora estudia secundaria, se muestra interesado por aprender la lengua de su madre. “En parte me considero egipcio y creo que debería aprender el idioma del país donde nací”, afirma.
La comunidad local y la crianza de los hijos
Hirotaka y Sherin llevan algo más de diez años viviendo en su localidad de Chiba. Los vecinos están acostumbrados a ver a Sherin con el hijab y a sus hijos de facciones bien definidas por el barrio. No los consideran forasteros ni extranjeros; allí solo son “la familia Suzuki”.
La escuela primaria y la secundaria donde estudian los pequeños se muestran muy dispuestas a cooperar con la familia. Aunque los Suzuki son los primeros alumnos de padres musulmanes que tienen, ambos centros se han adaptado a varias peticiones de la familia. Así lo explica Sherin: “Cuando mi segundo hijo dijo que quería rezar, le ofrecieron un lugar para las plegarias. Cuando fueron de viaje de estudios, nos preguntaron qué podían comer nuestros hijos y les prepararon curry con pollo en lugar de con cerdo. Mis niños suelen llevarse la comida de casa al colegio y, cuando ayunan en el mes del ramadán, les prestan un aula solo para ellos durante la hora del almuerzo. Cada colegio se adapta a su manera, pero nunca hemos tenido ningún problema con nuestras costumbres religiosas”.
Al parecer, Sherin considera más fácil criar a los hijos en Japón que en Egipto: “Las escuelas japonesas tienen un ‘modelo’ común. Todos los centros de primaria siguen calendarios similares e informan a las familias sobre las actividades y las comidas previstas, así que, una vez te aprendes el sistema, la rutina escolar es fácil de seguir incluso para los extranjeros”.
Vivir el momento sin planear el futuro
Hirotaka se marchó a estudiar a Egipto con el sueño de aprender árabe y ganarse la vida utilizando sus habilidades lingüísticas. Pero, al volver a Japón, pasó diez años manteniendo a su familia con un trabajo que nada tenía que ver con el árabe. Hace un par de años, sin embargo, decidió dejar ese trabajo para reorientar su carrera. “Aguantó diez años; ahora le toca vivir su sueño. Basta con que tengamos bastante para comer, aunque no podamos permitirnos grandes lujos”, declara Sherin.
Actualmente Sherin trabaja a tiempo completo mientras que Hirotaka perfecciona su nivel de árabe estudiando en el Instituto Islámico Árabe del vecindario tokiota de Hiroo. “Todavía no he cumplido mi sueño de convertirme en un puente entre Japón y Oriente Medio usando mis conocimientos de árabe, pero ahora siento que estoy empezando una segunda vida”, afirma él.
“Vivimos la vida sin planearla. Lo único que planificamos fue vivir en Egipto, pero el plan nos falló. Nunca sabemos dónde nos mandará vivir Dios. Los planes de las personas fallan. Estamos demasiado ocupados todo el día para pararnos a pensar, así que vivimos el presente”, dice Sherin. Y al final añade, llena de convicción: “Pero ahora somos felices”.
Reportaje y redacción de Katō Megumi y Hassan Mohammad (Equipo editorial de Nippon.com)
Fotografía de Yamada Shinji