La educación a la deriva de Japón

El “mal japonés” en la educación superior

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Cuando tanto se reclama la necesidad de globalizar los recursos humanos, asistimos con preocupación a un deterioro de los propios fundamentos de la universidad japonesa. ¿Dónde yace el problema? Analiza la situación Kariya Takehiko, un experto con experiencia docente en universidades británicas y japonesas, que aborda los problemas de la educación desde una perspectiva sociológica.

A menudo, usamos el término “globalización” como palabra de moda, dotándola de un sentido más o menos ambiguo. Pero cuando hablamos de la globalización de la educación superior, fenómeno que se inició en el decenio de 1990, hay sobradas razones para usar ese término. Y es que tanto en el plano humano (alumnos y profesores), como en el del capital (dinero que se utiliza en la educación y en la investigación) o en el de las instituciones educativas, estamos asistiendo a una gran ampliación e intensificación de los movimientos transfronterizos. Además, la globalización de la educación superior progresa en conexión con la de los recursos humanos, pues las personas que han traspasado las fronteras para cursar estudios universitarios y titularse abandonan sus países de origen para acceder al mercado de trabajo como personal cualificado. Otro reflejo de esa globalización lo tenemos en el hecho de que se elaboren rankings internacionales y de que universidades de los más variados países tengan cada vez más interés en ellos. Se está dando paso, de esta forma, a una competencia global entre universidades que ya no conoce fronteras.

Hay otra importante transformación que está produciéndose, desde el decenio de 1990, en la educación superior de los países desarrollados. Se trata de la ampliación de las oportunidades de recibir esa educación. La proporción de estudiantes que entran en la universidad ha subido rápidamente también en los países europeos, donde ese índice era comparativamente bajo. No hablamos solo del nivel de licenciatura: también los estudios de posgrado, como las maestrías (incluyendo las que ofrecen formación profesional especializada) y los doctorados, están en auge. Está dándose una nueva ampliación de las oportunidades de recibir una educación superior, en correspondencia con la competencia global en la formación de personal a la que me he referido antes.

Mi primer objetivo en este artículo es mostrar los problemas que se atisban al situar la educación superior japonesa en el contexto de esta globalización. Queda de manifiesto aquí la debilidad de las universidades japonesas, que acusan un gran atraso en esa competencia global. ¿Cuáles son, en concreto, esos problemas que afectan al conjunto de las universidades japonesas? ¿Por qué continúan sin resolverse? El segundo propósito de este artículo sería, pues, dar respuesta a estas cuestiones, para lo cual me gustaría añadir una reflexión acerca de esta problemática que viene afectando, desde los noventa, no solo a la universidad japonesa, sino a toda nuestra sociedad. Descubriremos ahí algo que podríamos llamar un “mal japonés”: la incapacidad de abandonar los esquemas mentales derivados de la exitosa experiencia que se prolongó hasta los años ochenta. Concluyo mi exposición sosteniendo que esto nos pone cara a cara con un reto que no es exclusivo de Japón, pues lo compartimos con el resto de los países desarrollados.

El “trilema” de la educación superior

Para exponer la problemática de la educación superior en un contexto más amplio, identificaremos primero un problema común que afrontan los países desarrollados. Se trata del “trilema” que surge en la relación entre el sistema de la educación superior y el Estado. Llamamos “trilema” a una situación en la que tres elementos son compatibles por parejas, pero en la que no resulta fácil hacer compatible el tercer elemento con la pareja resultante, en ninguna de las tres combinaciones. En la relación entre la educación superior y el Estado, los tres elementos serían el mantenimiento de la calidad de la enseñanza, la igualdad de oportunidades educativas (su ampliación cuantitativa) y la sostenibilidad de la carga finaciera que representa para el Estado. Son estos tres elementos los que plantean el “trilema”. Por ejemplo, si para conseguir la igualdad de oportunidades educativas nos proponemos hacer una ampliación cuantitativa de la educación superior y al mismo tiempo aspiramos a mantener una calidad alta, deberemos aumentar la inversión pública en esta área, lo que equivale a aumentar la carga del Estado. Pero si el Estado no dispone de suficientes recursos resultará difícil sostener esa calidad, y si nos decidimos por sostener la calidad, nos será difícil ampliar las oportunidades de recibir esa educación superior. Igualmente, si con un gasto público limitado nos proponemos ampliar cuantitativamente ese nivel educativo, será dificil mantener su calidad. En resumen, cuando tratamos de hacer realidad dos de los tres elementos, resulta difícil hacer posible también el tercero, produciéndose entonces lo que denominamos “trilema” de la educación superior.

Que este “trilema” se haya agudizado en los países desarrollados tiene su explicación. En la competencia global desatada en el campo de la formación de recursos humanos a la que me he referido más arriba, se ha extremado la necesidad de ampliar una educación superior de alta calidad. A raíz de ello, la carga que representan los gastos en educación superior se agranda, en un momento en que muchos países desarrollados atraviesan serios problemas en sus finanzas públicas. En esta situación, todos los países pugnan por superar el “trilema” de la educación superior.

En el proceso de encontrar soluciones a este “trilema” que se plantea en Europa, donde desde hace mucho tiempo se ha adoptado el principio de gratuidad de la enseñanza superior y la mayoría de las universidades son estatales, está aflorando el problema de quién debe correr con los gastos de este nivel educativo, principalmente de la educación universitaria, que está en continua ampliación. En el Reino Unido, recientemente, se ha optado por solucionar el problema mediante la introducción de tasas académicas o mediante la elevación de las mismas. En Estados Unidos, donde los estados de la unión afrontan una dura situación financiera, las universidades estatales, que han contribuido en gran medida a la ampliación de las oportunidades educativas, están aumentando también las tasas académicas para superar el “trilema”. En Europa hay países que se aferran a la gratuidad, pero incluso en ellos hay un vivo debate en torno a quién debe correr con el gasto de una educación superior en continua ampliación. En Alemania y otros países, tras establecerse el pago de tasas, ha habido intentos de abolirlas.

Las características de las soluciones dadas en Japón a este “trilema” y los problemas que han desencadenado se aprecian mejor en este contexto. En Japón, se ha venido afrontando el “trilema” de la educación superior reduciendo la inversión pública del Estado central al mínimo. Cerca del 80% de los universitarios japoneses cursan sus estudios en centros privados. Además, las tasas académicas, de las que depende la financiación de la mayoría de las universidades privadas, no se pagan normalmente con becas concedidas por el Estado, sino con el dinero de las familias. Es decir, la ampliación cuantitativa de la educación superior se ha alcanzado gracias al crecimiento del sector privado, repercutiendo su costo, fundamentalmente, sobre las economías familiares.

Si comparamos nuestro caso con el de los países europeos, vemos que Japón consiguió ampliar las oportunidades de recibir una educación superior en fechas muy tempranas. Según las estadísticas más recientes, en la última generación el porcentaje de jóvenes que cursan una licenciatura (ciclo universitario de cuatro años) supera el 50%, y si a esto sumamos otro 25% que cursa estudios en universidades de ciclo corto o en escuelas profesionales o especializadas, obtenemos un porcentaje de acceso a la educación superior cercano al 75%. Puesto que la mayoría de los centros de educación superior de ciclo corto son también privados, puede decirse que en Japón la generalización de la universidad y de todas las formas de educación superior se ha conseguido manteniendo un “gobierno pequeño”, un gobierno que realiza el mínimo gasto posible.

Así pues, cuando hablamos de las características del caso japonés, cabe interpretar la solución dada al problema a través de conceptos como “privatización” y “comercialización” de la educación superior, dentro de esa idea del “gobierno pequeño”. Especialmente, la ampliación de la educación superior realizada a partir de los noventa ha ido avanzando al compás de la relajación, por parte del gobierno, de los criterios para el establecimiento de universidades, con los centros privados compitiendo en el mercado por la captación de nuevos alumnos. Además, su coste recayó principalmente sobre las economías familiares. Desde otro punto de vista, se ha considerado que recibir una educación superior es un beneficio para los individuos y, en consecuencia, se ha elegido un modelo en el que el coste recae no sobre las arcas públicas, sino sobre las economías privadas. En resumidas cuentas, la ampliación de las oportunidades de recibir una educación superior no se ha visto como un bien público, sino como algo que reporta un beneficio privado.

Sin embargo, la solución dada en Japón, consistente en confiar a la iniciativa privada o a los mercados la educación superior, ha generado grandes problemas tanto en el aspecto de la igualdad de oportunidades como en el del mantenimiento de la calidad de la enseñanza.

Problemática de la educación superior en Japón

Indudablemente, en Japón se ha conseguido ampliar rápidamente la educación superior y, en términos cuantitativos, ofrecer muchas oportunidades a un gran número de jóvenes. Pero, puesto que ello se ha logrado expandiendo el campo de la universidad privada, esas oportunidades se han visto siempre condicionadas económicamente por el nivel de ingresos de cada hogar. La continua elevación de las tasas académicas y la insuficiencia de becas públicas han hecho imposible acabar con ese condicionante económico. Por esta razón, pese a la ampliación cuantitativa, ha seguido existiendo una profunda brecha entre las oportunidades de que han dispuesto los jóvenes, en función de si se han criado en familias ricas o no.

Otro grave problema es que la ampliación de la educación superior ha traído consigo un descenso de su calidad. También en este aspecto comprobamos que el hecho de que la ampliación de la educación superior se haya hecho centrada en la universidad privada, y, sobre todo, que haya seguido el principio de delegar su promoción en la iniciativa privada, entendiendo que representaba ante todo un beneficio para el individuo más que un bien público, no ha hecho sino agravar el problema. En primer lugar, como las universidades privadas, de endeble base financiera, dependen en gran medida para su sostenimiento de las tasas académicas, aunque pretendan mantener la calidad de su enseñanza en un determinado nivel, les resulta muy difícil desembarazarse de parte de su alumnado en razón de sus bajas calificaciones. Por otra parte, para contener los gastos de personal, se recurre a menudo a la masificaciçon de las aulas. Si el número de alumnos es excesivo, no es fácil darles una atención cuidadosa ni hacer un seguimiento correcto. Además, a los alumnos no se les solicita que acudan a las clases habiendo leído ya los materiales de consulta. Según un estudio elaborado por un instituto del grupo educativo privado Benesse, el 73% de los alumnos dedican menos de tres horas semanales a la preparación de las lecciones o a las tareas (los que no dedican nada de tiempo representan el 20% del total), y el 81% dedica menos de tres horas semanales al estudio autónomo, al margen de las clases (con un 32% entre ellos que no dedica nada de tiempo). En conclusión, la universidad japonesa es un lugar en el que solo se estudia durante las clases.

Por si todo lo anterior no fuera lo suficientemente preocupante, la universidad, que debería ofrecer cuatro años de educación, de hecho licencia a muchos alumnos solo con tres años de estudios. Mediado el tercer año de carrera, muchos universitarios están ya atareados buscando trabajo y no pueden asistir a las clases. Y muchas universidades privadas no tienen más remedio que consentir esta actitud de los jóvenes hacia el estudio. Esto se debe a que la fama de una universidad se ve muy influida por el mayor o menor éxito que tienen sus alumnos en la búsqueda de empleo. Para conseguir un determinado número de nuevos alumnos, la universidad podrá facilitar las actividades de búsqueda de empleo de sus alumnos, pero difícilmente las dificultará. Juzgar con severidad los resultados académicos y causar así bajas entre el alumnado tampoco es viable. Estas cosas ocurren porque muchas universidades privadas dependen económicamente de los ingresos que obtienen en concepto de tasas académicas.

¿Por qué las empresas adelantan las actividades preparatorias para la admisión de nuevos empleados hasta el punto de sacrificar una parte del periodo de estudios de los jóvenes? Para dar respuesta a esta cuestión, hay que pensar primero en qué consideración ha venido dando la sociedad japonesa a la educación universitaria. Y examinando qué se esconde detrás de esa mentalidad, nos acercaremos un poco más a la patología de ese “mal japonés” al que me he referido.

Patología del “mal japonés” en la formación de personal

Se dice que lo que, hasta principios de los noventa, posibilitó el éxito en un país tan pobre en recursos naturales como Japón, fue la excelencia de su capital humano y una gestión empresarial que sabía aprovecharla. En las empresas privadas se garantizaba un empleo estable y duradero, y mediante la capacitación en el puesto de trabajo (on the job training, OJT), a la que se dedicaba todo el tiempo necesario, operaba de forma eficaz un sistema para elevar la capacitación profesional, sistema en el cual la obtención de una alta productividad no se basaba en la elevación de la productividad individual de cada trabajador, sino en la cooperación, en el trabajo de equipo. Se estableció, pues, un sistema que, a diferencia del occidental, en el que se define con exactitud el contenido de la tarea de cada empleado y las capacidades necesarias para llevar a cabo esa tarea, no se especificaban demasiado ni los límites entre las tareas ni las capacidades personales necesarias para efectuarlas, pero en el que se conseguía un alto rendimiento del trabajo mediante la cooperación. Bajo esta premisa, no se consideraba necesario haber recibido una capacitación profesional muy especializada antes de ingresar en la compañía, ya que el trabajador podría adquirir tales destrezas una vez incorporado al puesto de trabajo, gracias al OJT.

Dotadas de este sistema, a las empresas no les interesaba saber si el nuevo empleado había adquirido o no esas destrezas especializadas. Más que eso, lo que interesaba era saber si esa persona era “capacitable”, si tenía facilidad para aprender eficientemente mediante el OJT. Y eso podía demostrarse, de una forma alternativa, mostrando a qué universidad había sido capaz de ingresar. Dotes como la diligencia, la inteligencia, la rapidez en la comprensión son capacidades que se miden en los exámenes de acceso a la universidad y si son altas pueden entenderse también como indicios de habilidad para la capacitación profesional. Por eso, los estudiantes que habían podido ingresar en las universidades más prestigiosas, donde se exigía un mayor rendimiento en los exámenes de ingreso, eran bienvenidos a las empresas como personal con mayor habilidad para la capacitación profesional.

Ese sistema de formación y selección de personal tenía tres características. En primer lugar, era un sistema que funcionaba satisfactoriamente en tanto se podía ofrecer oportunidades de empleo estable de forma sostenida, lo que ocurría especialmente en el caso de las grandes empresas y de los empleados de sexo masculino. Si se reduce la oferta de empleos fijos a tiempo completo y el empleo estable y duradero se ve amenazado, este sistema de formación de personal basado en el OJT pierde su eficacia. Tampoco funciona bien en el caso de quienes, como las mujeres y los trabajadores que cambian de empresa, interrumpen su carrera profesional.

Las empresas inician las actividades de captación de nuevos empleados cada vez más temprano y los estudiantes dejan las clases en masa para iniciar sus actividades de búsqueda de empleo.

En segundo lugar, este sistema estaba concebido para el mercado de trabajo nacional. En el mercado nacional se competía no en la capacidad profesional tomada como valor absoluto, sino en la habilidad para capacitarse profesionalmente, que es un valor relativo. Puesto que lo que se disputaba era una superioridad relativa, las empresas fueron adelantando el momento de las actividades de captación para ser las primeras en conseguir el personal más aventajado. Los estudiantes, por su parte, para obtener una ventaja relativa en el mercado laboral, se veían obligados a iniciar muy pronto su búsqueda de empleo, en respuesta a esa “contratación precoz” por parte de las empresas. A consecuencia de ello, se llegó a una situación en la que a mediados del tercer año de carrera comenzaban las actividades de búsqueda de empleo, interrumpiendo o, en realidad, acortando la duración del ciclo educativo. Se continuó pensando que, aunque el “acortamiento” del periodo de estudios pudiera traer consigo un deterioro de la formación de capital humano si se aplicaba un criterio absoluto, tratándose de una competencia limitada a Japón, esto no representaba un problema. Aunque se entendía que para el conjunto de la sociedad este hecho tenía implicaciones negativas, para cada una de las empresas y para cada uno de los alumnos el adelanto del inicio de la búsqueda de empleo o de la contratación era positivo. La consecuencia ha sido una continua “falacia de composición”, en el sentido en que se usa habitualmente en Economía.

En tercer lugar, este sistema se basaba en la premisa de que la competencia desatada entre los estudiantes por acceder a una universidad tan buena como fuera posible era un incentivo para que estudiasen más. La competencia en los exámenes de acceso a la universidad era una forma de elevar la habilidad para capacitarse dentro de la empresa. Sin embargo, debido a la disminución de la población de 18 años y al aumento cuantitativo de la oferta universitaria, si excluimos un pequeño número de universidades, hoy en día ya no se da esa competencia y por tanto tampoco existe ese incentivo al estudio. Las universidades privadas, de frágil base financiera, permiten el ingreso a los estudiantes que pueden pagar las tasas, con independencia de su nivel académico. Porque si no consiguen un cierto número de estudiantes, serán económicamente inviables.

Este sistema de formación de personal se ha visto muy afectado por el progreso de la globalización y por los cambios en la dinámica demográfica. Para mantener empleados a los trabajadores de mediana edad y de edad avanzada disminuyendo al mismo tiempo los costes de personal, muchas empresas han reducido el número de nuevas contrataciones. También se han reducido las plantillas de empleados fijos, dando paso a otras formas de contratación, como el empleo temporal, a tiempo parcial o mediante agencias de envío de personal (agencias de empleo temporal). Es un cambio que ha ocurrido en estrecha relación con la liberalización del sistema de contratación realizada por el gobierno, y con el fin de elevar la competitividad rebajando los costes laborales en una economía globalizada. Resulta irónico que, como consecuencia de ello, se haya derrumbado el sistema que garantizaba la calidad del personal una vez contratado. Además, en el campo de la formación y selección de personal, la globalización de la economía está desestabilizando también un sistema que venía favoreciendo una competencia por la superioridad relativa dentro de un espacio cerrado. Como ya he explicado, en otros países desarrollados, la formación de personal en el ámbito universitario se está trasladando de la licenciatura al posgrado. Cuando se da comienzo a una competencia global que alarga el periodo educativo y eleva el nivel de los contenidos, la universidad y las empresas japonesas ni siquiera garantizan un periodo de cuatro años. En una época en que se exigen una alta capacidad y habilidades en términos absolutos, en ese aspecto el deterioro es evidente. Además, aunque se sea consciente de ello, se es incapaz de cambiar el sistema.

Tal es la verdadera naturaleza del “mal japonés”. Incapaz de hacer frente a los cambios producidos por la globalización, Japón, encerrado en sí mismo, se aferra a un sistema que funcionó en otro tiempo. A la sombra de ese sistema, todavía se mantiene el esquema de competencia por ver quién tiene una ventaja relativa sobre el otro. Aunque desde fuera se adviertan los daños que esto está causando, se es incapaz de abandonarlo o transformarlo. En razón también del deterioro que sufren las finanzas públicas, continuamos sin poder tomar ninguna medida efectiva.

Esto que he venido llamando “mal japonés” no es, en realidad, privativo de nuestro país. En el terreno de la educación, especialmente si se aspira a un “gobierno pequeño”, se acaba confiando la educación a la iniciativa privada y al mercado. Pero, como se ve en el caso japonés, las decisiones racionales de los individuos no garantizan en el conjunto ni la mejora de la calidad ni la consecución de la igualdad. Más bien, lo único que se consigue cayendo en esta miope competencia por la ventaja relativa es rebajar la calidad de la enseñanza e impedir la igualdad de oportunidades. ¿Qué puede hacerse para no caer en el círculo vicioso de la “falacia de composición” que se advierte en la formación de personal? Hay mucho que aprender del caso japonés.

Bibliografía

“Credential inflation and employment in ‘universal’ higher education: enrolment, expansion and (in)equity via privatisation in Japan,” Journal of Education and Work, Vol. 24, Nos. 1–2, 2011, pp. 69–94, Kariya Takehiko, 2011.

En japonés:

‘Shūkanbyō’ ni natta Nippon no daigaku (La universidad japonesa, ‘enferma de progreso’, Yano Masakazu; Nihon Tosho Center, 2011).

 

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