Religión y espiritualidad en Japón

Tres enfoques sobre la visión japonesa de la vida y la muerte

Sociedad Cultura Historia

Uno de los más destacados expertos de la ciencia de las religiones analiza la visión de la vida y de la muerte, y la estructura estratificada de la conciencia religiosa japonesa en el contexto del entorno geográfico, climático, mítico e histórico de este país.

Contexto climático y ambiental: un archipiélago en tres estratos

Para penetrar en el tema de cómo conciben los japoneses la vida y la muerte, hay tres enfoques que pueden resultar de utilidad.

El primer enfoque sería el de los aspectos climáticos y ambientales. Hace algún tiempo, una agencia japonesa de publicidad hizo un vídeo en el que todo el archipiélago japonés podía verse desde una altura de 3.000 metros. Una avioneta partía de Okinawa y recorría el archipiélago de Sur a Norte hasta llegar al extremo septentrional de Hokkaidō. La filmación quedaba recogida en un vídeo de una hora.

Hubo algo en ese vídeo que me impresionó. Entre Okinawa y la primera de las islas principales se extendía el inmenso mar, pero de ahí en adelante se desplegaba una serie de tierras montañosas y boscosas. Diría incluso que dentro de toda esa naturaleza fui incapaz de ver siquiera el menor rastro de esa sociedad agraria tan nuestra, creada en torno al cultivo del arroz. Si alguna sociedad podía distinguirse en aquella sucesión de paisajes era, en todo caso, una sociedad forestal, de montaña, además de la de una nación marítima.

Luego caí en la cuenta de que se trataba de un efecto visual producido por la altura desde la que había sido tomado el vídeo.¿Qué habría ocurrido si la avioneta descendiese hasta, pongamos, 1.000 metros de altitud? Habría sido posible entonces ver con claridad zonas cultivadas como la Gran Llanura de Kantō, donde se encuentra Tokio. Y si la avioneta hubierea bajado más, hasta los 500 o 300 metros, sin duda habrían podido distinguirse las modernas ciudades y las áreas industriales.

Y se me ocurrió algo de repente. El archipiélago japonés está estructurado en tres estratos. Alberga una sociedad de bosque y de montaña, una sociedad agraria en torno al cultivo del arroz y una sociedad industrial moderna. Y la propia manera en que nuestro archipielago está formado en capas superpuestas ha imprimido un fuerte carácter a la conciencia y a la sensibilidad de los japoneses. Estaría la cultura Jōmon, que corresponde al estrato más profundo, la cultura Yayoi o estrato intermedio, y la conciencia y valores modernos, que conforman la capa más superficial. Y esta estructura en tres estratos que afecta tanto al territorio como a la conciencia de quienes lo pueblan es lo que hace posible encarar con flexibilidad crisis como la del Gran Terremoto del Este de Japón del 11 de marzo de 2011, y es también lo que ha generado una actitud de paciente aceptación de la amenaza latente que encierra la naturaleza, y de la irracionalidad de la muerte que en cualquier momento puede derivarse de ella.

Un ejemplo de esto nos lo sirve Terada Torahiko (1878-1935), uno de los más destacados naturalistas y literatos del Japón moderno, que a través de ensayos como Tensai to Kokubō (Desastres naturales y defensa nacional) o Nihonjin to Shizenkan (Los japoneses y su visión de la naturaleza), escritos ambos en los años treinta del pasado siglo, viene a decirnos algo similar a lo que sigue. En primer lugar, cuanto más avanza una civilización, más catastróficos son los efectos de las violentas fuerzas de la naturaleza. En segundo lugar, las proporciones de la amenaza que representan para Japón los terremotos, los tsunamis o los tifones superan ampliamente a las de los desastres que sufren los países occidentales. En tercer lugar, a lo largo de una larga serie de experiencias de hechos semejantes, ha nacido en Japón una actitud de no enfretamiento con la naturaleza, de bajar dócilmente la cabeza y de vivir aprendiendo continuamente de ella.

A consecuencia de ello, también la ciencia japonesa se ha apartado de la pretensión de domeñar a la naturaleza y se ha formado mediante la acumulación de conocimientos empíricos cuya finalidad es adaptarse a las condiciones de la naturaleza. Pero aquí hay que llamar la atención sobre el hecho de que, mientras que la naturaleza en Occidente es una naturaleza relativamente estable, en Japón es mucho más inestable y no pocas veces muestra un carácter de lo más violento.

La no permanencia y su transformación en tierras japonesas

Y no es solo eso. En esta estricta obediencia a la naturaleza, en esta actitud de amoldamiento a las condiciones climáticas y del territorio, Terada cree ver algo similar al pensamiento budista del mujō (no permanencia, transitoriedad). Ese sentido de no permanencia de lo natural habría venido gestándose a lo largo de una historia de sobreponerse a continuos terremotos, tifones, inundaciones y otros fenómenos. Este mujō se encuentra, no hará falta decirlo, entre las enseñanzas del príncipe Sakiamuni, de la antigua India. En este mundo no hay nada eterno. Todas las formas acaban desmoronándose. Que el ser humano acaba muriendo indefectiblemente era uno de los fundamentos de su doctrina.

Ocurre, sin embargo, que en tierras y ambientes japoneses esta no permanencia de raigambre india ha experimentado importantes transformaciones. Es la sensación de que, en el mundo natural que nos envuelve, alienta una no permanencia del renacer, del ciclo que se deriva del paso de las cuatro estaciones. La primavera cubre el campo de flores, el otoño colorea las copas de los árboles y las deshoja, y el invierno trae gélidos vientos. Pero al invierno sucede una nueva primavera. Los días de sol radiante alternan con los de cielos nubosos, y es esto lo que hace posible vivir. Ha nacido así ahí una resistencia tenaz, pero flexible y delicada al mismo tiempo, y un sentido de mansa aceptación de la llegada de la muerte, cuya sombra se acercará algún día, y de volver así a ser parte de la tierra, de la naturaleza.

Religiones del creer y del sentir

El segundo enfoque es el del problema de la visión japonesa de la vida y de la muerte cuando la contraponemos o comparamos con los monoteísmos. En otoño de 1995 visité por primera vez Israel. Mi viaje consistió en tratar de seguir las huellas de Jesucristo, pero allá donde iba no encontraba más que desierto, lo cual acabó debilitando mis nervios. Experimenté de forma muy real que en este mundo no hay nada en lo que confiar. Una impresión radicalmente diferente a la que recibe uno cuando se limita a leer la Biblia.

Ocurrió cuando me dirigía hacia la Ciudad Santa, Jerusalén, bordeando el río Jordán. Creí de pronto entender el sentimiento de un pueblo del desierto obligado a buscar  más allá del cielo aquello que era único y valioso. El anhelo de un pueblo del desierto que no tenía otra opción sino creer en la existencia de un dios único en un más allá totalmente separado del desierto que era para ellos la superficie de la tierra. Es la aguda conciencia de que sin creer en ese dios no es posible vivir ni un solo día. Me sentí compelido a pensar que así era como había nacido el monoteísmo, esa forma religiosa consistente en “creer”.

Cuando, concluido mi viaje por Israel, el avión se aproximó al archipiélago japonés, me quedé asombrado. Bajo mi mirada se extendía interminablemente un paisaje de verdes bosques, con ríos que llevaban sus aguas al mar, y frondosos árboles. Inconscientemente, imaginé la gran cantidad de frutos con que están bendecidos nuestros mares y montes. Hasta me parecía oír el arrullo de las cristalinas aguas de los ríos y percibir los aromas de las variadas flores de cada estación.

Revivió en mi memoria el sentir de los antiguos poetas cuyas creaciones quedaron recopiladas en la colección Manyōshū, y en mis oídos resonaba, me pareció, hasta el latido del corazón de los primitivos habitantes de estas montañas. Esta tierra y no otra es el lugar de solaz de todas las criaturas vivientes, no hay ninguna necesidad de buscar en el otro mundo nada supuestamente único y valioso, pensé. En bosques, en montañas y llanos, se siente por doquier la presencia de los kami [dioses sintoístas], los ecos de las voces de los hotoke [budas o manifestaciones del Buda]. Así debió de ser como el politeísmo, esa forma religiosa consistente en sentir, echó raíces en el archipiélago japonés.

Ko versus hitori

Puede hablarse, pues, de un contraste entre la religión del creer y la del sentir. Acerca de la primera, la del creer, diríase que ninguna palabra casa con esa forma de vida tan perfectamente como ko [español: individuo]. Se alzan ante nosotros las imágenes de individuos independientes, cada uno de los cuales cree en la existencia de un valor absoluto en el más allá. Quizás pueda decirse, incluso, que el signifciado original de palabras como “individuo” o “individualidad” procede de ahí.

Por el contrario, advertimos que en el caso de la religión del sentir, la palabra más propiamente japonesa que corresponde aproximadamente a ko, era hitori [español: una (sola) persona], que puede escribirse con diversas grafías, cada una con su propio matiz. Desde las alusiones a la tristeza inherente a la soledad, al énfasis en el disfrute de la misma, pasando por los lamentos que inspira la propia pequeñez y por los excesos de una conciencia del yo de dimensiones cósmicas, diríase que siguiendo la pista dejada por esta expresión en tradiciones orales y narraciones podemos sobrevolar cómodamente una historia milenaria.

Las hondas resonancias, la amplitud y riqueza de sentidos, que encierra este familiar vocablo se hacen todavía más palpables cuando comparamos hitori con el referido ko, del que nos servimos para traducir al japonés ese otro concepto importado de las lenguas europeas modernas. Y la conciencia que tan bien expresa la palabra hitori ha sido siempre inseparable del sentido de no permanencia que han tenido siempre las personas que habitan este archipiélago.

El sincretismo búdico-sintoísta y el nacimiento del sintoísmo de estado

Pero tengo que referirme también a otra característica más de esa “religión del sentir” que ha parido este país, porque en él se ha creado un sistema en el que coexisten el budismo, de origen foráneo, y el sintoísmo vernáculo, y se ha ido dando forma a ese sincretismo o armonización búdico-sintoísta que venimos llamando shinbutsu shūgō. Los kami o deidades sintoístas, los dioses de Japón, tenían un carácter diferente al dios de los países cristianos. La idea originaria era la de que los dioses japoneses habitaban bosques y campos, ríos y mares, encontrando su morada en lo más recóndito de la naturaleza. Eran carentes de individualidad y de soporte físico. Su poder sobrenatural los llevaba a “poseer” o manifestarse a través de multitud de seres, de manera que en muchos casos ni siquiera se les concedía un nombre concreto. Por esta razón, más que hablar de un dios, se ha tendido siempre a hablar de los dioses, en plural.

Posteriormente se transmitió a Japón el budismo, con lo que los budas comenzaron a coexistir o a cohabitar con los dioses, comenzando así la “budificación” de los kami, que luego dio paso a la expresión shinbutsu shūgō a la que me he referido antes. Lo interesante es que, a fuerza de persistir en esa cohabitación o fusión de dioses y budas, surgió una fe que, prácticamente, iguala a unos y otros.

Este estado de cosas se prolongó hasta la Era Meiji (1868-1912), cuando por primera vez la enseñanza del cristianismo se hizo oficial. Comenzó entonces la cristianización de los dioses de Japón, que dio paso a su vez, con el paso intermedio de la creación de un estado moderno, a un movimiento hacia el monoteísmo. De entre los dioses del archipiélago japonés se eligió a uno, que fue elevado a una posición de deidad suprema. Nació así el kokka shintō o sintoísmo de estado.

En Japón la muerte convierte a todos en budas

Este es el proceso que ha conducido en Japón a la formación de un panteón de tres plantas, estando la inferior ocupada por los primitivos dioses de la naturaleza, la intermedia por los dioses “budificados” y la tercera por la cristianización de los mismos. Conviene percatarse de que esta estructura es la misma a la que me refería al principio, al hablar de la forma en que la conciencia de los japoneses está estructurada en tres estratos.

Junto al budismo, como religión foránea, se produjo otro cambio más de gran importancia. Es una de las claves a la hora de pensar sobre la visión japonesa de la vida y la muerte, así que lo trataré aquí. “Buda” se dice en japonés butsu o hotoke. En su origen, esta palabra alude al Buda histórico, que en la antigua India alcanzó el satori o iluminación a través del ascetismo. Buddha es, en sánscrito, el iluminado que ha alcanzado el satori. Esta palabra se transmitió al japonés mediante mediante ideogramas que leemos budda o butsuda. Butsu no es más que una simplificación de esa palabra.

En el proceso de transmisión a Japón de las enseñanzas de Buda, y bajo la influencia también del sintoísmo, se confirió a las mismas un nuevo sentido. En algún momento se pasó a considerar que cualquier persona, al fallecer, se convierte en un hotoke, un buda. En el pensamiento sintoísta, al morir nos convertimos en kami. Argumentaciones al margen, el hecho es que hoy en día los japoneses, con  toda naturalidad, seguimos llamando hotoke a nuestros muertos. Nuestro cerebro japonés reserva siempre un hueco para el buda ortodoxo de la antigua India, pero al mismo tiempo el budismo japonés ha creado la idea de que cualquier persona se convierte en un buda al morir.

Mito e historia: una continuidad muy japonesa

El tercer y último enfoque es la peculiar visión que tenemos los japoneses del mito y de la historia. Como es de sobra conocido, entre los antiguos griegos y romanos mito e historia se desarrollaban en dimensiones distintas. Se consideraba que no era posible encontrar una continuidad coherente entre los acontecimientos narrados en los mitos griegos y romanos, y los escritos históricos de un Herodoto o de un Tucídides. Para la mitología y la historia occidentales, esto ha sido un hecho evidente.

Sin embargo, la relación que se establece entre el mundo mítico del antiguo Japón y los escritos históricos difiere notablemente de esto. Esto es así porque el nacimiento de los dioses y el origen del mundo humano se conciben prácticamente dentro de un mismo ritmo, de una misma dimensión. Por eso, también la visión que se tenía de la fundación del país, de su génesis, distaba ampliamente de las concepciones occidentales.

Como vemos en los mitos de los dos grandes libros de la antigüedad japonesa, el Kojiki (712) y el Nihon Shoki (720), en el mundo representado se distinguen dos tipos de dioses. Los dioses que viven indefinidamente y los que mueren y son enterrados. Así pues, hay unos dioses eternos y otros de la no permanencia.

Representan al primer grupo los amatsukami (dioses del cielo), que desarrollan su actividad en Takama-ga-hara, y al segundo los kunitsukami (dioses de la tierra o del país) posteriores al tenson kōrin (descenso a la tierra).

Los dioses del cielo pueden ocultarse durante un periodo, pero no mueren. En cambio, sus descendientes que actúan en la tierra todos acaban muriendo y siendo enterrados. Miembro de esta progenie de dioses mortales es el emperador Jinmu, primero de la larga lista de emperadores japoneses. Puede decirse que ese mismo sino que arrastraban los dioses con sus vidas y sus muertes lo heredan los humanos. Y sin ninguna interrupción, el relato de los mitos se conecta con la historia de los humanos.

Sobre este trasfondo es más fácil entender una tradición como el shikinen sengū del santuario sintoísta de Ise, que se realizó por última vez en otoño de 2013. Se trata de un rito consistente en la reconstrucción periódica, cada 20 años, del edificio, en la que es necesario “trasladar” al dios de su antigua morada a la nueva. Si nos preguntamos cuál es el verdadero significado de ese “traslado”, hemos de concluir que no es otra cosa que la muerte del viejo dios y el nacimiento del nuevo. Al menos, esa es mi opinión. Sería, pues, un rito de muerte y renacimiento de un dios.

Es precisamente la creencia de que los dioses, como los hombres, mueren, la que ha dado lugar en Japón a la aparición de una peculiar visión del mundo, de la vida y la muerte, y del ser humano, según la cual la historia es continuación del mito. Y, por otra parte la no permanencia contenida en la muerte de los dioses quedó así estrechamente ligada a la no permanencia de la vida y la muerte de las personas.

Levedad física y escasa individualidad en los dioses japoneses

El mundo de los dioses que aparecen en los mitos japoneses a los que me he referido viene siendo definido como un politeísmo. Lo es sin ningún género de dudas, si pensamos en los proverbiales “ocho millones de dioses” que supuestamente aparecen. Sin embargo, si lo observamos bien, esta religión de los “ocho millones” difiere del politeísmo de las mitologías griega y romana. También difiere del hinduísmo de la India y del taoísmo chino, también politeístas. ¿En qué consiste la diferencia?

Si bien hay algunas excepciones, los dioses de la religión de los “ocho millones”, en comparación con los de esos otros politeísmos, destacan por su falta de individualidad y por su levedad física. Por decirlo de algún modo, es un politeísmo que no se ve. Originariamente se los consideraba, como he dicho antes, dioses que se esconden en lo más recóndito de la naturaleza. A diferencia de ellos, el viejo Zeus, el joven Apolo, el más joven todavía Cupido y otros dioses de la mitología grecorromana son ricos tanto en individualidad como en su carácter físico. Lo mismo puede decirse de los principales dioses del hinduísmo, como Visnú o Shiva. Todos estos dioses tienen su individualidad y su físico y forman un mundo de dioses visibles.

El politeísmo, la forma religiosa más cercana a la democracia

Trataré otra característica más del politeísmo japonés. En los monoteísmos como el cristianismo o el islam al dios único se le denomina dios trascendente o dios absoluto. Se lo ha tenido por un dios que trasciende la esfera humana. Se ha considerado que tiene un valor totalmente al margen y por encima de las cosas terrestres. Estos monoteísmos, a mi modo de entender, son análogos a lo que en política es una autocracia o una monarquía. Porque, si el dios trascendente domina todo el universo, la autocracia o la monarquía tratan de dominar también el mundo terreno situándose por encima del nivel humano. En resumen, no sería equivocado decir que el monoteísmo viene a equivaler a una dictadura, trasladada al mundo religioso.

Sin embargo, es un hecho realmente misterioso que la democracia, ese sistema político moderno que tan familiar nos resulta también a nosotros, se haya formado sobre una base monoteísta. Tanto el parlamentarismo democrático del Reino Unido como la democracia radical de la revolución francesa se gestaron en ambientes monoteístas.

Pensándolo bien, el sistema religioso más próximo a las democracias políticas debería ser el politeísmo. Supongo que habrá diferentes opiniones al respecto, pero yo creo que el politeísmo, que reconoce la pluralidad de valores y la diversidad de dioses, es la forma religiosa más adecuada para un sistema político democrático. Y lo digo porque la idea de que los dioses no son inmortales y una forma de política basada en los valores relativistas y pluralistas encuentran su punto de contacto en la no permanencia y en condición efímera del mundo de la que he hablado.

Fotografía del encabezado: templo ya renovado tras la ceremonia de reconstrucción o shikinen sengū del santuario sintoísta de Ise (octubre de 2013). Fotografía: Nakano Haruo.

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