Cuentos de hadas japoneses

La Princesa Kaguya

Literatura

Un anciano descubre a una niña diminuta en el interior de un brillante tallo de bambú. Cuando crece, los pretendientes acuden a pedirle su mano, e incluso el emperador se enamora de ella. Pero Kaguya no es realmente de este mundo, y pronto deberá dejarlo atrás.

La princesa resplandeciente

Había una vez, hace mucho tiempo, un anciano cortador de bambú. Un buen día, cuando estaba en el bosque realizando su trabajo diario, notó que una de las plantas de bambú brillaba. Al dar un paso adelante para observarla más de cerca, descubrió una niña diminuta dentro del tallo hueco. Al anciano sin hijos le pareció que estaba destinada a ser su hija, así que se la llevó a casa para criarla junto con su esposa.

En los días siguientes, las bendiciones del cortador de bambú se multiplicaron al encontrar repetidamente oro dentro de los tallos que iba cortando. Pronto se hizo inmensamente rico. La niña creció milagrosamente hasta convertirse en una mujer adulta en tan solo tres meses, y llenó de luz y alegría el hogar de la pareja de ancianos. Para entonces, las riquezas del anciano lo habían convertido en una persona importante en el reino, y su hija recibió el nombre de Princesa Kaguya, que significa “noche radiante”.

Los pretendientes

Pronto comentarios sobre su belleza se extendieron por la tierra, y aristócratas y dignatarios soñaron con casarse con ella. Docenas de pretendientes se reunieron alrededor de su casa buscando de alguna manera hablar con la princesa y transmitirle su pasión, pero al carecer de la más mínima templanza, la mayoría finalmente se rindió. Solo cinco de los de mayor rango se mantuvieron tan decididos como al principio y continuaron con su cortejo. Cada uno imploró al cortador de bambú que les concediera la mano de su hija, pero el anciano aseveró que era ella quien debía decidirlo.

La Princesa Kaguya instó a cada uno de ellos para que le trajera un tesoro legendario diferente. A los dos primeros se les encargó que trajeran el cuenco de piedra para mendigar de Buda y una rama enjoyada del Monte Penglai, un lejano pico de la isla de los inmortales. Pero las falsificaciones que le ofrecieron pronto fueron puestas en evidencia. El tercero, encargado de recuperar la piel ignífuga de una rata de fuego, fue engañado por un comerciante que le vendió una falsificación que Kaguya expuso al prenderle fuego. El cuarto abandonó su búsqueda de la joya de un dragón cuando se vio envuelto en una tormenta en el mar. Y el quinto se cayó y se lesionó la espalda mientras intentaba arrebatar un amuleto de concha del nido de una golondrina.

Tras las decepciones de estos pretendientes, el propio emperador deseaba que Kaguya sirviera en la corte, pero ella se negó a conocer a la dama de honor enviada por él. Mandó llamar al anciano y le ofreció el título de noble si le ofrecía a Kaguya como sirvienta. “Si me haces ir allí, me desvaneceré”―dijo ella―“Moriré”. El cortador de bambú respondió que ascender de clase social no le importaba si eso significaba perderla.

Aun así, el emperador anhelaba al menos ver el rostro de la joven. Acordó con el anciano que acudiría a su casa mientras salía de palacio durante una cacería imperial. Al contemplar a Kaguya por primera vez, quedó asombrado ante su esplendor. “Debes venir conmigo”, insistió pidiendo que le trajesen su palanquín. En ese momento, sin embargo, ella se transformó en una sombra, y el emperador se dio cuenta de su extraordinaria naturaleza. Cuando renunció a su idea de llevarla al palacio, Kaguya retomó su forma original.

El Palacio de la Luna

Durante tres años, el emperador y Kaguya intercambiaron cartas. Él había perdido todo interés en otras mujeres. Luego, en primavera, Kaguya empezó a mirar la luna cada noche y a plañir quedamente. Los meses iban pasando hasta que una noche radiante, estalló en un torrente de lágrimas y se volvió hacia sus padres. “Debo confesarles que vine a este mundo desde el palacio de la luna, y que pronto he de regresar”.

Kaguya dijo que en la noche de la próxima luna llena, su gente bajaría para llevársela. El emperador se enteró, y cuando llegó el momento, envió dos mil hombres armados con arcos y flechas para defenderla. Pero Kaguya insistió en que no serviría de nada. “No puedes luchar contra ellos con tus armas, y aunque me encierres en una habitación, eso no impedirá que me encuentren”.

Esa noche, una luz fulgurante apareció de repente en mitad del cielo. Unos hombres vestidos con impresionantes ropajes descendieron por las nubes. Como si estuvieran bajo el influjo de un hechizo, los soldados del emperador apenas pudieron resistirse, y las pocas flechas que dispararon hacia arriba rebotaron inofensivamente en estos seres sobrenaturales. “¿Dónde está?” gritó su líder, el rey de la luna. De repente, todas las puertas de la residencia del anciano se abrieron de par en par.

“Estoy aquí”, dijo Kaguya saliendo de la casa. Un palanquín se posó a su lado, y el rey le hizo beber un elixir para que recuperara las fuerzas después de su estancia en la tierra. Cuando el rey iba a ponerle una túnica de plumas alrededor de sus hombros, Kaguya lo detuvo. “Déjame escribir una carta primero. Sé que esa túnica me transformará”. Kaguya escribió un mensaje al emperador otorgándole el resto del elixir. Luego se puso la túnica de plumas olvidando todas sus preocupaciones y apegos por este mundo.

Después de que el palanquín que transportaba a Kaguya se elevara al cielo y toda la gente de la luna desapareciera, uno de los soldados del emperador le llevó su última carta. Ella le explicó que su regalo era un elixir de la inmortalidad, pero el emperador no deseaba vivir para siempre sin su amada. Ordenó que tanto la carta como la jarra fueran depositadas en la cima de un monte y quemadas. Desde entonces aquel monte ha sido conocido como Fuji, “el Inmortal”.

(Versión española traducida de la adaptación de Richard Medhurst. Ilustraciones de Stuart Ayre.)

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