Discriminación en Japón: soñando con un mundo donde las diferencias no excluyan

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La escritora Li Kotomi, nacida en Taiwán, reflexiona sobre la discriminación y las actitudes hacia lo diferente en Japón desde su propia experiencia como residente en este país desde 2013.

“En Japón no hay discriminación”, afirma el iluso de la derecha. “Japón es el país de la discriminación por excelencia”, responde el desengañado de la izquierda.

Siento que en el Japón actual cada vez resulta más difícil hablar de discriminación. Señalar su existencia hace que se te considere un radical y se te cuelgue de inmediato la etiqueta de izquierdista o de antijaponés. El contrargumento más socorrido para esquivar la cuestión parece ser “No se trata de discriminación, sino de diferenciación”, y en ocasiones se recurre incluso a un irónico “Si tanto odias Japón, ¿por qué no te vas de aquí?”. Con todo, la discriminación se halla en cualquier país o colectivo y evidenciar su existencia no constituye ningún ataque contra su comunidad. Por más que tapemos algo que huele mal, seguirá pudriéndose dentro del recipiente y el hedor terminará por escapar. Me asombra que, a pesar de ello, la sociedad finja no notar semejante pestilencia y de vez en cuando intente neutralizarla rociando un penetrante perfume. Si huele a podrido, ¿no será mejor limpiar aquello que se pudre?

No pretendo ni ensalzar Japón defendiéndolo incondicionalmente como si fuera un país perfecto, ni rebajarlo al “imperio de la discriminación” ignorando la existencia de las bellísimas personas que lo habitan. Tanto en Japón como en Taiwán, he sido testigo de la calidez humana y objeto de discriminaciones que me han hecho llorar de rabia.

Cuando una tierra extraña se convierte en tu hogar

A los veintipocos años me fui a Japón huyendo de Taiwán. Desde la adolescencia hasta entonces, fui víctima de numerosos actos de violencia. Ese atisbo de libertad que logré al llegar a un nuevo país, dejando atrás incontables noches de aislamiento debidas a la absurda visión de la vida que se me había impuesto y experiencias que todavía me llenan los ojos de lágrimas al recordarlas, supuso una auténtica salvación para mí en aquella época de tierna juventud. Sigo pensando que este país y su idioma, que me acogieron en su seno, son un entorno que ofrece mucho que aprender. Japón no es para mí un país extranjero, sino mi segundo hogar.

Mi vínculo profundo con Japón se estableció en la primavera del Gran Terremoto del Este de Japón. Por aquel entonces estudiaba en la universidad y me hallaba en Tokio realizando un intercambio académico. Aquel Tokio que acababa de verse sacudido por el terremoto fue como un refugio para mí, que venía de sufrir serios problemas de relaciones personales en Taiwán. A pesar de la soledad que experimenté al verme viviendo en un lugar donde no conocía a nadie, ese sentimiento se vio superado por mi sensación de bienestar. No soy una persona insociable; solo tenía miedo de conectar demasiado con alguien. Los tokiotas tienden a establecer una distancia adecuada con los demás, evitando entrometerse de forma indiscreta en su espacio personal, y esa distancia me resultaba agradable.

Durante mi año de intercambio académico, participé en muchas asociaciones de estudiantes y actividades, mientras desarrollaba paulatinamente las relaciones personales. En actos sociales para mujeres a las que les gustan las mujeres que organizaba Peer Friends for girls (entidad que ya no existe), forjé amistades que todavía conservo.

Los programas de intercambio académico se basan en la premisa de que los estudiantes extranjeros van a regresar a sus países al terminar. Antes de volver a Taiwán, al final de mi año en Tokio, mis amigas de Peer Friends me organizaron una fiesta de despedida. Cenamos en un restaurante con bufé libre en la zona oeste de Shinjuku y luego fuimos a ver las vistas nocturnas desde el mirador del edificio del Gobierno Metropolitano de Tokio. A la hora de los últimos trenes, nos despedimos en la estación y nos fuimos cada una a nuestro andén. Mientras esperaba a que llegase el metro, recibí una llamada de K, compañera de la asociación. “¿Qué pasa?”, le pregunté, y ella me respondió, con voz vacilante “¿Te has montado ya en el tren?”. Su voz ronca a través del teléfono me llegaba al fondo del oído. “Todavía estoy en el andén, pero mi metro está a punto de llegar”, le expliqué. Y ella contestó “Perdona por avisarte tan de repente, pero ¿te apetece seguir por ahí toda la noche?”.

K es del tipo de persona que a veces tiene ocurrencias inesperadas y su repentina invitación me encantó. Por aquel entonces, ella mantenía una relación de pareja con otra miembro de Peer Friends, T, que también era amiga mía. En los varios meses que llevaban saliendo juntas, su relación se había estancado y K me había comentado sus problemas amorosos en muchas ocasiones. Pensé que, si quería seguir por ahí toda la noche, era porque tenía intención de consultarme algo al respecto. Quizás ella estaba triste porque yo ya me marchaba a mi país, pero de todos modos al final decidió confiar en mí, una estudiante de intercambio a quien solo conocía desde hacía algunos meses y que encima tenía fecha de vuelta a su país. Su confianza me hizo tan feliz que sentí que el pecho se me llenaba de calor a pesar del frío de aquella noche de febrero.

Aunque al día siguiente yo tenía que almorzar con otra persona y no me iba a quedar mucha energía, decidí aceptar la invitación para alargar la velada hasta la madrugada. Contactamos con todo el grupo del que nos acabábamos de despedir y quedamos delante del Studio Alta. Fuimos al CoCoLo Cafe de Shinjuku Nichome y pasamos la noche charlando y tomando copas. No recuerdo nada de lo que hablamos, pero sí que jugamos con la vela que había encima de la mesa y que de vez en cuando me pesaban tanto los párpados que estaba a punto de quedarme dormida. Unas horas después, con la tenue luz del alba, volvimos a despedirnos. Esta vez era un adiós de verdad. De pensar que no sabía cuándo volveríamos a vernos, estuve a punto de llorar.

Nunca olvidaré lo que T me dijo en aquel momento: “Cuando vuelvas a Japón, no te saludaré con un ‘Bienvenida’, sino con un ‘Por fin vuelves a casa’”. Creo que, para mí, ese fue el momento en que Japón pasó de ser un país extranjero a ser un hogar. Mientras se me cerraban los ojos de sueño en un asiento de la línea Yamanote, tuve la seguridad de que algún día regresaría. Cuando abrí los ojos, el tren había dado varias vueltas a su recorrido circular. Me bajé en la estación de Shibuya y me fui al lugar donde había quedado para almorzar aquel día.

Por más que Japón sea tu segundo hogar, un extranjero es siempre un extranjero

Volví a Japón un año y medio más tarde y aquí sigo desde entonces. Sin darme casi cuenta, he vivido ya seis años en este “segundo hogar”. Si lo pienso, conozco mejor Tokio que cualquier ciudad de Taiwán y le he tomado cariño a la capital nipona. Como domino el idioma y mi aspecto no me diferencia de los japoneses, pocas veces me identifican como extranjera. Tengo la suerte de no haber sido víctima de situaciones de explotación que sufren muchos extranjeros en cualquier parte del país, como los estudiantes de intercambio que trabajan como esclavos. Sin embargo, también yo he sido objeto de la discriminación contra los extranjeros aquí; en mi caso, cuando quise alquilar una vivienda.

El año pasado me hice autónoma y me mudé de casa. Llevaba dos años y medio viviendo en un apartamento para los empleados de mi empresa y, como aquella vivienda no había tenido que buscarla yo, se me había olvidado la arraigada discriminación contra los extranjeros del mercado inmobiliario japonés. Por más que contase con un visado de residencia permanente, dominase el idioma o tuviese un empleo estable en una gran empresa, el simple hecho de que mi documentación indicase que soy extranjera hacía que se me rechazase como inquilina en muchas viviendas de alquiler.

Tras muchas tribulaciones, logré dar con un piso que me podía permitir, que no estaba mal de distribución y equipamientos y que admitía extranjeros, pero entonces empezaron los problemas con la empresa avaladora. La agencia inmobiliaria que gestionaba el inmueble tenía la norma de usar una empresa avaladora distinta para japoneses y para extranjeros: mientras que los primeros solo abonaban el 50 % del alquiler mensual como aval, los segundos tenían que pagar el 100 %.

Como no estaba dispuesta a permitir ese trato discriminatorio, decidí negociar con la agencia inmobiliaria. El responsable que me atendió era un joven amistoso de unos 25 años que, cuando le comenté que la normativa respecto a la empresa avaladora era discriminatoria, me dio la razón y me prometió que negociaría con su agencia para que se me ofrecieran las mismas condiciones que a los clientes japoneses. Al día siguiente me llamaron de la agencia: gracias a la intervención del joven, habían considerado mis argumentos y habían decidido concederme el mismo trato que a los japoneses respecto al aval de la vivienda.

Cuando al fin tenía la conformidad del propietario del piso y de la agencia inmobiliaria, y todas mis condiciones como arrendataria en regla, la empresa avaladora se pronunció. Al enterarse de que la avalada era extranjera, Zenhoren, una de las empresas de avales más potentes del sector, me exigió que nombrara a una persona como aval alternativo. Las empresas avaladoras sirven precisamente para que el arrendatario pueda prescindir de nombrar a un particular como aval, por lo que no comprendí que me lo pidieran, y menos aún por el mero hecho de no ser japonesa. Así que me dispuse a llamar a Zenhoren y negociar con ellos de inmediato. Desafortunadamente, el hombre que respondió a la llamada no tenía ninguna intención de discutir y se limitó a insistir en que la normativa de la empresa era inamovible. Al final no tuve más remedio que pagar el doble que los clientes japoneses para que me avalasen.

Según una encuesta elaborada por Jiji Press, casi la mitad de los extranjeros que han intentado alquilar una vivienda en Japón han sido rechazados solo por ser extranjeros. Me parece una cifra muy verosímil, aunque no me extrañaría que se quedase corta.

A pesar de que no sea ilegal, juzgar a una persona solo por su nacionalidad, negarle una vivienda y cobrarle más por ser extranjera constituyen muestras flagrantes de discriminación. Esta discriminación contra los extranjeros, anquilosada en el mercado inmobiliario, probablemente deriva de distintos problemas estructurales y no puede eliminarse de un plumazo. Lo importante es reconocer que existe y proponerse solucionarla. Ahora que cada vez más extranjeros llegan a Japón para realizar trabajos no cualificados, es el momento de afrontar el problema.

Soñando con un mundo en que no se limite a las personas por sus atributos

Para no elevarlo al nivel de creencia o de principio, diré que lo que tengo es un ideal o un sueño: que las personas deben poder vivir libremente, eligiendo su camino vital según su voluntad, sin verse limitadas por atributos como el lugar de nacimiento o la nacionalidad, el género o la sexualidad, o la etnia o el color de la piel. Al verbalizarlo de nuevo, me río porque compruebo que, en efecto, no es más que un sueño. Y, sin embargo, qué bien estaríamos en un mundo en que pudiéramos vivir libremente, siguiendo nuestra voluntad, como nosotros quisiéramos, sin que por ello se nos tildase de egoístas. Ahora que lo pienso, creo que el deseo por un mundo así se filtra en mis novelas.

La protagonista de Hitorimai (Baile en solitario), Chō Norie, se traslada de Taiwán a Japón para huir de una herida del pasado y, al no lograr huir de sí misma, decide escapar de la propia vida mediante el suicidio. “El nacimiento es algo que se impone al individuo sin contar con su voluntad. Ya que no existe ninguna forma de rebelarse contra algo tan ilógico, al menos debemos disfrutar del derecho de escapar”, dice el personaje en la novela, llegando a una conclusión radicalmente autodeterminista. También la protagonista de Itsutsu kazoereba mikazuki ga (Si cuentas hasta cinco, será luna creciente) es una mujer que vivió una juventud atribulada por limitaciones y constricciones que tuvo que superar para poder elegir elementos de su vida como qué idiomas hablar, en qué países vivir o qué trabajos desempeñar.

Desde el momento en que nacemos, nos vemos obligados a arrastrar una serie de condiciones vitales. Quiero seguir soñando en un mundo en que podamos asumir esas condiciones sin que nos limiten. El día en que deje de ser determinante ser mujeres u hombres, homosexuales o heterosexuales, extranjeros o japoneses, transgénero o cisgénero, puede que las personas volvamos a ser simplemente personas y hallemos la libertad.

Fotografía del encabezado: show999 / PIXTA.

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