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Palabras que no nos dicen nada: un fenómeno actual

Sociedad

Cuando vemos por televisión una sesión plenaria de la Dieta o una rueda de prensa de disculpa pública, las palabras que allí se pronuncian no nos llegan al corazón; no parece que signifiquen nada. En esta quinta y última entrega de la serie, el psiquiatra Izumiya Kanji nos habla del peligro que entraña la pérdida del sentido de las palabras.

Palabras que no transmiten nada

Últimamente, las noticias sobre casos de acoso y escándalos sonados que veo en televisión me provocan una cierta sensación de incomodidad, y creo que no son pocos los espectadores que comparten esa misma impresión. Las ruedas de prensa actuales presentan una diferencia cualitativa respecto a las de antaño: las palabras que se pronuncian en ellas no comunican nada. En un nivel superficial, se sigue respondiendo a las preguntas y emitiendo disculpas. Sin embargo, las palabras no logran transmitir el significado que deberían.

Nuestra sociedad se apoya sobre un conjunto muy diverso de convenciones verbales que abarcan todos los niveles, desde acuerdos y leyes hasta compromisos personales. Todas esas convenciones, sin embargo, usan las palabras para expresar un significado común entre las personas y se basan en la premisa de respetar un cierto orden; existe una conciencia subyacente que es común a todos los hablantes. Pues bien, pienso que en los últimos años esa premisa ha ido debilitándose.

Condiciones básicas del diálogo

Los pensadores de la Grecia antigua definieron al hombre como a un ‘animal con logos’. El término logos procede del verbo legein, ‘reunir’, y significa ‘agrupar cosas dispersas en un orden y una lógica determinados’. En la actualidad este término suele traducirse como palabra o verbo, pero también integra el sentido de razón, motivo, explicación, ley, orden, significado, fundamento o raciocinio. La interacción que se establece mediante el logos es el dia-logos, o diálogo.

Cuando dos personas hablan, mantienen una conversación pero, para considerarse un diálogo, debe cumplir las cuatro condiciones siguientes:

  1. Considerar al interlocutor como a otra persona distinta de uno mismo.
  2. Tener la voluntad de conocer a esa otra persona que es el interlocutor.
  3. Perseguir el objetivo de que ambos interlocutores se transformen mutuamente mediante el diálogo.
  4. No establecer una relación de jerarquía entre los interlocutores.

La

primera condición es aquella en la que tendemos a encallarnos más. Con el uso de la expresión otra persona no pretendo enfatizar la alteridad del interlocutor, sino el hecho de que es “un ser desconocido”. Las personas tienden a considerar a los demás como extensiones de sí mismas. Muchos creen que lo que para ellos es obvio lo es también para el resto; por eso subestiman la posibilidad de que surjan malentendidos en la conversación. Lo cierto es que cada persona otorga un significado ligeramente distinto a las palabras, y el intercambio de expresiones comunes solo permite una comunicación poco precisa.

La

segunda condición versa sobre la relación con la otra persona. Si nos limitamos a la percepción y los valores propios, sin relativizarlos, no se nos despierta el interés por los demás. Si no logramos relativizar nuestro pensamiento, no adquirimos consciencia de la existencia del otro ni tampoco albergamos el deseo de escucharlo. No nace en nosotros la voluntad de establecer un diálogo.

La

tercera condición gira en torno a la flexibilidad para asumir el cambio. La motivación para establecer un diálogo puede surgir de la humildad intelectual de ser consciente de las limitaciones y la inmadurez de la percepción y los valores propios, así como de la curiosidad y del afán de superación por ampliar las propias fronteras a través del contacto con lo desconocido.

La

cuarta condición —no establecer relaciones jerárquicas— tiene relación con la forma de considerar a las personas. Las personas que se consideran superiores a los demás no estiman necesario escuchar las opiniones e impresiones de los que tienen “debajo”, a menos que se presente una situación excepcional. Aquellos que conciben las relaciones personales como en una sociedad jerárquica no admiten una comunicación abierta como el diálogo y, si alguien “inferior” expresa sus opiniones con franqueza, pueden interpretarlo como falta de cortesía, insolencia o no saber estar en el lugar que a uno le corresponde.

La negligencia del logos

Como hemos indicado en las cuatro condiciones expuestas arriba, para establecer un diálogo es necesaria una actitud abierta con la que respetemos a la otra persona, le abramos la puerta de nuestro mundo, estemos dispuestos a que los mundos de ambos se transformen y deseemos obtener una experiencia que no podríamos alcanzar solos.

De pequeños todos partimos de una visión cerrada en que solo existimos nosotros mismos. Luego descubrimos paulatinamente cómo los demás perciben nuestra conducta y cómo nuestras opiniones difieren de las suyas, aprendiendo el significado que entrañan nuestros actos y palabras. La práctica del diálogo va formando nuestro concepto de las personas y nos prepara para la vida social y comunitaria. Todo ello se desarrolla con la adquisición de ese logos que es común y universal.

Creo que esa “sensación de incomodidad” que experimento en los últimos tiempos, de la que hablaba al principio del artículo, surge de la ausencia de ese logos que expresa un significado común para todos. Hoy en día se engaña a la lógica con falacias como “hice una promesa, pero no dije que fuera a cumplirla”, se niegan las pruebas inculpatorias tachándolas de falsas y se esquivan las responsabilidades recurriendo a respuestas deshonestas como “no me consta” o “no lo recuerdo”. En los casos de acoso la culpa se mitiga desviando la atención hacia las emociones de la víctima y exculpando al agresor con la excusa de que “no tenía la intención de agredir”.

Cuando estalló la crisis económica mundial, los valores monetarios se desplomaron. Como la economía monetaria se basa en la confianza nacional, al derrumbarse esa confianza es inevitable que los valores caigan en picado. Tengo la impresión de que en estos momentos nos enfrentamos ante una situación en que la confianza en el logos empieza a tambalearse también.

Cómo restablecer el logos

Lo que afianza el carácter común y universal del logos es el entendimiento compartido sobre qué tipo de seres somos las personas. Los humanos somos seres híbridos, compuestos de una mente que no responde a los principios naturales y de un corazón=cuerpo que sí lo hace (véase el segundo artículo de la serie, «¿Por qué nos da miedo estar solos?»). La mente es donde reside la razón pero, al funcionar como una computadora, por más que sea capaz de recopilar y procesar la información, necesita del corazón para valorar el significado de las cosas. Ordenar la realidad y extraer sus principios son también funciones que solo son posibles gracias al corazón. En resumen, pues, la acción del corazón es lo que permite la creación del logos.

Por otro lado, como la mente solo comprende las cosas en términos cuantitativos, presenta una marcada tendencia a analizar en función de ventajas e inconvenientes o ganancias y pérdidas. Como, además, aspira a establecer el control y la posesión de la realidad, es también el lugar donde se origina el egoísmo. Cuando un órgano de estas características es el que domina, las personas se mueven motivadas únicamente por valores superficiales como el dinero, el estatus, el poder y el prestigio; como consecuencia, se aferran a la posesión y el dominio, interesándose únicamente por ellas mismas.

La sociedad actual prioriza demasiado el desarrollo económico y se decanta por un enfoque centrado en los resultados y la eficiencia, por lo que otorga un poder inmenso a los valores propios de la mente. Como resultado, la sociedad ha ido engendrando cada vez más individuos faltos de logos y humanidad, dedicándoles un respeto inmerecido y asignándoles la autoridad.

Cuando peligra el logos, peligra el corazón. Para impedir que esas situaciones que percibimos como “incómodas” sigan proliferando, es importante que mantengamos un diálogo abierto con los demás, sin dejar de dialogar también con nuestro propio interior. Y es desde ahí desde donde deberemos restaurar el poder a ese logos original, más humano.

Ilustración del encabezado: Mica Okada

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